La Gioconda es título difícil, que en las últimas reposiciones no tiene mucha suerte en la Scala. Esta vez se planteó el problema de sustituir a Sonia Yoncheva cuando ya habían empezado los ensayos y al final de los mismos no se contaba con Fabio Sartori. En el primer caso se contó con Saioa Hernández para las primeras funciones e Irina Churilova para las últimas.
Esta soprano tuvo una buena actuación en La dama de picas del Liceu, pero aquí, aparte de una voz poderosa, no se mostró adecuada al canto italiano, con agudos que más de una vez eran gritos, escasas medias voces mal resueltas y un grave poderoso pero velado.
Su pronunciación tampoco era inmaculada. En el segundo caso se contó con el tenor La Colla, de actuación aun más desigual en lo vocal que hace tres años en el Liceu y con un fraseo inexistente además de agudos forzados y entonación problemática. Chiuri fue una Cieca correcta, pero no entusiasmante y Frontali, dentro de su veteranía, sirvió correctamente a Barnaba aunque sin entusiasmar.
Quedan Laura y Alvise, que no bastan para salvar la ópera, pero elevan el menguado interés de la representación. Barcellona, muy elegante, estuvo muy bien en todas sus intervenciones y fue muy aplaudida en su plegaria. Schrott obtuvo la mayor ovación a uno de los solistas tras su aria y su noble resultó feroz en su ironía y rabia contenida, además de ofrecer la voz más lozana y el canto más variado de la velada.
Los pocos roles secundarios fueron servidos con mayor o menor corrección según los casos.
El excelente coro, dirigido por Alberto Malazzi, pareció tener un pequeño traspié al principio del segundo acto, pero por lo demás sonó muy bien. Magnífica la labor del coro de voces blancas, preparado por Bruno CasoniTal vez a veces algo fuerte, pero si es así es otra cosa que imputar a la mediocre dirección de Chasslin que tuvo el mérito de privar de lirismo y verdadero dramatismo a la intervención fundamental de la orquesta cambiándolo por exceso de volumen y una vulgaridad en el fraseo ya desde el preludio y que culminó en las danzas del primer acto y naturalmente en la célebre danza de las horas, por suerte muy bien servida por los alumnos de la escuela de baile de la Academia de la Scala, dirigida por Frédéric Olivieri, quien asimismo diseñó la tradicional coreografía con un solista excelente.
La puesta en escena de Livermore se movió por una vez en lo tradicional, con una Venecia fría y un ángel (o más) que aparecía en algunos momentos culminantes. Innecesarios los videos, buen vestuario (aparte de quie los solistas llevaban trajes modernos, mientras los demás vestian como en el siglo XVIII, particularmente desafortunados los Pulcinella que seguían a Barnaba y Alvise como esbirros de Scarpia), luces tendentes a la penumbra perenne viniera o no a cuento. Mucho público, mucho turista, mucho aplauso.
Jorge Binaghi
Irina Churilova, Daniela Barcellona, Erwin Schrott, Anna Maria Chiuri, Stefano La Colla, Roberto Frontali, y otros.
Orquesta y coro del Teatro / Frédéric Chaslin.
Escena: Davide Livermore.
La Gioconda de Ponchielli.
Teatro alla Scala, Milán
Foto © Brescia e Amisano - Teatro alla Scala