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Críticas seleccionadas de conciertos y otras actividades musicales

 

Crítica / Mercì, Madame Grimaud - por Alessandro Pierozzi

Madrid - 03/06/2024

La Fundación Ibermúsica presentaba, tras doce años sin un vis a vis con el público madrileño, a una pianista que, por categoría y trayectoria, ocupa con todo merecimiento un lugar de privilegio en la historia de la interpretación: Hélène Grimaud. El ruido mediático, la parafernalia rozando lo surrealista y el marketing creado por la industria musical globalizadora alrededor de una estrella del pop que había desembarcado el día anterior en Madrid para poner patas arriba un estadio de fútbol, cual un Ronaldo o Messi de la música, no consiguieron arrebatar a los presentes en el Auditorio Nacional la idea de que los oasis en el desierto – por supuesto, cultural –siempre acaban apareciendo para dar el necesario cobijo a unos seres humanos cada día más desnortados.  

Y como si de un guiño irónico se tratara, se presentó la Grimaud con pantalón color plata y una chaqueta negra de lentejuelas, vestidos, eso sí, con el porte, seguridad, elegancia y sobriedad al más puro estilo francés, características naturales de una artista que, de inmediato, se mimetizaron en el teclado del piano para envolver el ambiente de una emoción inusitada a pesar de las reiteradas y cansinas toses y los ring de los teléfonos móviles de algunos incautos.

El programa planteado para abrirnos la senda de ese oasis fue de los denominados “de aúpa”. Y el resultado final, cum laude. Pero ¿cómo lo consiguió Hélène Grimaud? En tres fases. En primer lugar, reclamando nuestra atención – “Por favor, acérquense que les voy a proponer algo maravilloso” –; en segundo lugar, conquistando nuestra escucha – “El viaje es fascinante, saboreénlo con calma” –, y, por último, convenciéndonos de la poética y belleza musical de autores como Beethoven, Brahms y el dúo Bach/Busoni – “señoras y señores, este es el poder de la música y así se lo he querido mostrar” –. Todo ello con una exquisita pulcritud hacia la partitura, una técnica impecable y, por encima de todo, un gusto sensorial a la hora de tocar fuera de toda duda.

Abrió la velada la Sonata núm.30 para piano, op.109 de Ludwig Van Beethoven, primera de las tres últimas sonatas, compuesta entre 1820 y 1821 – hay diversas teorías al respecto de la fecha exacta –. Una obra con la que el genio de Bonn, en cierto modo, experimenta con la forma, ya que, sin abandonar el respeto por la sonata clásica en el primer movimiento o la técnica contrapuntística, en el segundo, se introduce en el mundo de la fantasía en “el más libre y nuevo de los tiempos iniciales de las últimas sonatas” según el compositor y director Carl Reinecke y coloca por “sorpresa” un tercer tiempo como centro neurálgico de la obra concentrando en el mismo toda la emotividad de su grito interior, del hombre atormentado, de ese ser humano admirable que en el lecho de muerte consoló a su médico diciéndole: “Tranquilo, en mi interior hay música y eso es suficiente”. En palabras del musicólogo alemán Wilibald Nagel, una sonata en la que se ve “un reflejo de la vida misteriosa y de la extraordinaria elevación de espíritu de Beethoven; un círculo trazado por el alto vuelo de su fantasía a través de las alturas y profundidades del Universo, un anhelo interno, puramente espiritual, que termina en la tranquila resignación de las variaciones lentas”.

Hélène Grimaud, claramente de menos a más, consiguió trasladarnos a esas alturas y profundidades con la contundencia de su mano izquierda con la que dibujó la energía atormentada del autor sin apenas titubeos en el Prestissimo con carácter de Scherzo y en un Andante para enmarcar, más cantabile y espressivo que nunca. Cumplía de esta forma su primer objetivo: el de atraer nuestra atención, la de liderarnos con elegancia señorial, no exenta de cierta timidez, desde la centralidad de una sala prácticamente repleta para la ocasión.

Entre 1892 y 1893, Johannes Brahms escribe los Tres intermezzi para piano, op.117 y Fantasías Op.116. Estamos ante un Brahms que ve cercano su final de vida y dedica su talento a componer pequeñas piezas para piano de claro matiz romántico y trasfondo melancólico, al más puro estilo de Chopin o Schumann. La artista francesa entró de lleno en su segunda premisa: ¡el viaje debe continuar y les invito a acompañarme porque va a merecer mucho la pena! Primero, con el op. 117, repleto de intimismo y madurez siguiendo el hilo dejado por el Andante beethoviano.

En los Tres intermezzi, Grimaud pareció trasladarnos a un otoño repleto de nostalgias, destacando la claridad de los temas entretejidos y escondidos entre las diferentes voces, el toque aterciopelado en las cadencias, el contraste siempre equilibrado en los p y los f, el carácter tierno de la berceuse del primer intermezzo, la sobriedad y tristeza de los arpegios del segundo y el misticismo del último. Momento de delicadeza y ensoñación literaria para cualquier oyente sensible.

Y tras la necesaria pausa para saborear y asimilar lo que allí estaba sucediendo, la solista francesa volvió a reclamar nuestra atención lanzándose a las Siete piezas del op. 116 con una amplitud pasmosa en el fraseo, un control del peso y la fuerza en el ataque y el “gusto” infinito que reclamaba al comienzo de mi análisis y que hace la diferencia entre los grandes intérpretes del panorama actual: de técnica andan todos sobrados, la diferencia la hace el gusto y la sensibilidad a la hora de tratar e interpretar las obras. Unas piezas, las op.116, en las que Brahms alterna el lenguaje apasionado de los capriccios con el lirismo e intimismo de los intermezzi.

El concierto estaba en su fase álgida o eso creíamos. “Hélène Grimaud, una mujer del Renacimiento”, como reza en la biografía de la pianista en el programa de mano, estaba fotografiando los nostálgicos paisajes románticos y los más puros sentimientos poéticos para dejarnos impresas sus instantáneas para el recuerdo, cuando, sin solución de continuidad y sin esperar el habitual aplauso tras la interpretación de una obra, acometió la monumental trascripción para piano que el compositor Ferruccio Busoni hizo entre 1891 y 1892 de la Chacona de la Partita núm.2 BWW.1004 para violín de Johann Sebastian Bach.

Un tema con variaciones que el compositor italiano llevó a sus máximas cotas gracias al conocimiento exhaustivo de las capacidades técnicas del instrumento en cuanto a intensidad, amplitud armónica, recurso del pedal…pero siempre manteniendo la verdad del discurso bachiano: una forma de innovar sin cambiar nada. Una obra, para el que suscribe, casi sinfónica en su percepción y ejecución porque el piano de Grimaud sonó como una verdadera orquesta. Ahora sí que la artista había alcanzado la cima y cumplía con el tercer y último objetivo: “señoras y señores este el poder de la música y así se lo he querido explicar”.

Éxito rotundo, sin paliativos, adornado con dos propinas finales, la Bagatela núm. 2 de Valentin Silvestrov, compositor ucraniano, en un claro homenaje de la pianista a la triste realidad vital que vive ese país y el Etude Tableau, núm 2, op.33 de Sergej Rachmaninov, otros de los compositores favoritos de su repertorio – no dejen de escuchar su grabación del Concierto núm. 2 para piano y orquesta con la Royal Philarmonic Orchestra, dirigida por Jesús López Cobos

La ventana del oasis se había abierto de par en par y en el árido desierto se seguía oyendo el zumbido ensordecedor de los watios de la mega estrella del pop en el estadio de fútbol.

¡Mercì, Madame Grimaud!

Alessandro Pierozzi

 

Hélène Grimaud – pianista

Obras de Beethoven, Brahms, Bach/Busoni

Ibermúsica, Auditorio Nacional de Música - Madrid

Foto © Rafa Martín / Ibermúsica

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