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Crítica / Manon entre neones - por Juan Carlos Moreno

Barcelona - 24/04/2023

No sé si fue Brahms quien definió una vez a Jules Massenet como “el confitero francés”. Fuera él o no, lo cierto es que dio en el clavo, pues es difícil encontrar otro compositor operístico más relamido y empalagoso que este. Es todo lo contrario a un Puccini, quien, aunque también cede en algunos momentos a la tentación del azúcar, posee un instinto teatral y una capacidad para crear personajes vivos y creíbles de la que carece el francés. La referencia al italiano no es gratuita, toda vez que ambos compositores fueron coetáneos y, con nueve años de diferencia, llevaron a la escena una novela L’histoire du chevalier Des Grieux et de Manon Lescaut, del abad Prévost.

La Manon de Massenet no es una excepción a lo dicho sobre este creador: estrenada en la Opéra-Comique de París en 1884, se recrea en lo anecdótico y pintoresco, más en los momentos de pirotecnia vocal que en el estudio de los personajes, no así la Manon Lescaut de Puccini, mucho más concentrada y coherente en su desarrollo. Aun así, hay que reconocerle a Massenet un esfuerzo por evocar la gracia galante y dieciochesca de la obra de Prévost, sobre todo en el acto tercero. Algo que, lamentablemente, se pierde en la producción que pudo verse el pasado 20 de abril en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona.

Procedente del Grand Théâtre de Ginebra y la Opéra-Comique de París, la producción viene firmada por Olivier Py, quien ha decidido trasladar la acción de los salones aristocráticos y burgueses del siglo XVIII al mundo más contemporáneo y sórdido de un barrio rojo con burdeles anunciados por luces de neón. La incongruencia entre lo que se ve y lo que se escucha, habitual en muchos montajes modernos, se hace aquí más flagrante, rozando en algunos momentos lo absurdo, como en el ballet del acto tercero. No faltan tampoco elementos gratuitos, como la danza de Manon con el rostro oculto por la máscara de una calavera o un final en que ella, prisionera y moribunda, aparece vestida con sus mejores galas, mientras al fondo del escenario se ve pasar un transatlántico… De acuerdo, puede interpretarse como el recuerdo que ella o Des Grieux hacen de un pasado que fue mejor, pero, en el fondo, no aporta nada más allá de un puro decorativismo.

El gran problema del montaje, por otro lado ágil y muy cinematográfico con sus continuos cambios de decorado, es que, en lugar de involucrar al espectador en el drama en que acabará desembocando todo, lo distrae con todo tipo de recursos escénicos (bolas de discoteca, palmeras, prostitutas cabalgando sobre clientes, coreografías con máscaras de animales…), de modo que acaba provocando un distanciamiento que, llegada la hora de la verdad, deja frío. Y eso a pesar del buen desempeño de los cantantes.

La gran triunfadora de la velada fue la soprano Nadine Sierra, una Manon voluble y, sobre todo, fresca, extrovertida, llena de encanto gracias a una voz que no es potente, pero sí bella y lo suficientemente ágil como para superar con naturalidad los pasajes más virtuosísticos, como en el aria “Je marche sur tous les chemins”, seguida de la gavota “Obéissons quand leur voix appelle”. El talento como actriz de Sierra, además, le permite resaltar esa otra cara del personaje más dramática y apasionada, más lírica e interiorizada, caso del aria “Adieu, notre petite table”. No le fue a la zaga el Des Grieux de Michael Fabiano, tenor que es toda entrega y cuya voz quizá desluce en el agudo, pero que canta con una indiscutible expresividad, como demostró en el aria “Ah! Fuyez douce image”. La química que desprendía con la soprano fue, sin duda, uno de los puntos fuertes de la representación.

El barítono Alexandre Duhamel dio al rol de Lescaut el cinismo necesario, aunque brilló más en la parte escénica que en la vocal. En ambas lució con autoridad el también barítono Laurent Naouri, quien transmitió a su Comte Des Grieux un carácter más intransigente que noble, con cierta discreta arrogancia de clase que enriquecía el personaje. El resto del reparto, integrado por jóvenes voces locales, cumplió satisfactoriamente, destacando, por el conseguido aire bufo que dio al papel de Guillot, el tenor Albert Casals. El coro rindió a un alto nivel en una obra que le concede un amplio protagonismo.

Al frente de todas esas fuerzas y de la orquesta titular del Liceu se encontraba Marc Minkowski, una batuta curtida en el campo de las interpretaciones “históricamente informadas”, pero que siempre ha mostrado una especial atracción por el repertorio galo decimonónico, con Offenbach y Berlioz como pilares. El primero de esos autores resuena en algunos pasajes de esta Manon, dirigida con nervio y una contundencia fuera de duda, pero cuidando en todo momento las dinámicas a fin de proteger a los cantantes. En la gavota de la protagonista, incluso llegó a dirigir con gesto enérgico al público que aplaudía antes de tiempo. La orquesta respondió a su propuesta, aunque sin que se alcanzara la comunión entre foso y escena que el mismo Minkowski logró la temporada pasada con su trilogía Da Ponte-Mozart.

Las funciones de esta Manon están dedicadas a la soprano Victoria de los Ángeles, de quien este año se conmemora el centenario del nacimiento. Su papel protagonista, una de sus mayores creaciones, fue precisamente el que interpretó en más ocasiones en el Liceu y el que escogió para su retirada de los escenarios en 1967. La iniciativa es loable, aunque lo más probable es que la modernidad de la producción hubiera escandalizado a la cantante.

Juan Carlos Moreno

 

Nadine Sierra, Michael Fabiano, Alexandre Duhamel, Laurent Naouri, Inés Ballesteros, Anna Tobella, Anaïs Masllorens, Albert Casals, Tomeu Bibiloni, Pau Armengol.

Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Marc Minkowski.

Escena: Olivier Py.

Manon, de Jules Massenet.

Gran Teatre del Liceu, Barcelona.

 

Foto © David Ruano

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