El cuarto concierto de abono de la ROSS ponía rumbo hacia los confines de la tierra, recordando el V centenario de la primera vuelta al mundo de Magallanes-Elcano. Literalmente sólo coincidió Argentina, escala decisiva del viaje, pero es verdad que aunque las naves españolas no llegaran a Finlandia, el periplo se antojaba así remoto, aunque no tanto al mirar a la Inglaterra de Elgar. Pero es verdad que la Obertura para el Fausto criollo de Alberto Ginastera incluye la música -sobre todo ritmos- característicos argentinos, como Sibelius vincula el tema motor de su Segunda sinfonía al folklore finés. Y, del mismo modo, el éxito inmediato de la Sinfonía conseguido entre sus paisanos pudo deberse a que, aparte de distintas explicaciones metafórico-metafísicas, los finlandeses que la escucharon no tardaron en identificar sus secciones más folklóricas con Finlandia, mientras las partes más oscuras y siniestras lo asimilaron a los opresores rusos. Como de alguna manera pudo sucederle al ya mayor Elgar cuando escribió su famoso concierto para chelo desde una cabaña cercana al Canal de la Mancha, desde la que parece que se oía cómo sus compatriotas combatían a los alemanes.
Lo que sí parecía garantizado era la variedad estilística que presentaba el programa. Para darle vida se eligió a Enrique Diemecke, director mejicano y factótum musical bonaerense. Es verdad que nos sobresaltó un tanto con el arranque de Ginastera, pero transcurridos unos minutos nos sentimos envueltos en un manto colorístico más que sugerente, sostenido por una sucesión de ritmos argentíferos o plateados.
Para enfrentarse al concierto de Elgar contamos con Adolfo Gutiérrez Arenas, quien inmovilizaba su chelo con un artilugio tensado por dos cables -o algo así- que se anclaban a las patas delanteras de su silla, mientras la pica, articulada en la punta, se colocaba sobre un redondel, que trazaba un triángulo con los cables antedichos. No sabemos por ni para qué, pero podía recordar la triangulación masónica de La flauta mágica. Lo importante es que el chelista nacido en Munich ofreció un concierto ciertamente emocionante, expresivo, personal y técnicamente perfecto, amparado en un instrumento maravilloso (Ruggieri, 1673) de sonido tan poderoso como maleable, según la intención de su tañedor: llegó a sonar descarnado, alegre, oscuro… y siempre comunicativo. Y aún ofreció una propina poco habitual, porque estuvo acompañado de la orquesta, porque es muy desconocida dentro del repertorio (El bosque silencioso de Dvořák), y porque tuvo un carácter intimista en contra de los habituales regalos pirotécnicos (ya bastante había refulgido en el concierto).
Por último, Diemecke nos sorprendía especialmente al dirigir de memoria la sinfonía de Sibelius, y no por el logro memorístico del maestro sexagenario, sino por demostrar gran conocimiento de una obra que soterra una organización motívica sobre un tema de condición expansiva, basado en un aire de danza finlandesa. La abundancia minitemática de la obra está relacionada de una u otra manera con esa melodía inicial, y algunos de esos “temitas” sirven a su vez como punto de partida a otros desarrollos. Así que el cometido directorial fue desbrozar el nudo temático producido por la superposición a veces de varias ideas o bien hacerlas emerger de entre unas texturas muy complejas. Simultáneamente, Diemecke fue nutriendo de atractivas irisaciones las muy variadas mixturas tímbricas de la orquesta, degradándolas o emergiéndolas, según su protagonismo.
Carlos Tarín
Adolfo Gutiérrez Arenas, violonchelo. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla / Enrique Diemecke.
Obras de Ginastera, Elgar y Sibelius.
Teatro de la Maestranza, Sevilla.
Foto © Guillermo Mendo