Y llegó el día. Tras la cancelación de última hora a la que se vio obligado el año pasado por la situación sanitaria, Grigori Sokolov se presentó finalmente en el Festival Internacional de Santander con un programa dedicado a varias polonesas de Chopin y los Diez preludios, op. 23 de Rachmaninov y expectación máxima entre el público.
Prueba irrefutable de esto último fue el espectacular lleno que registró la Sala Argenta y el silencio respetuoso y admirativo con que el respetable siguió la mayor parte (que no todo, como se verá más adelante) del recital.
Abrieron el programa cuatro de las más de quince polonesas que Chopin dejó escritas: las dos opus 26, la opus 44 y la celebérrima opus 53. Sokolov las afrontó sin pausa, quasi attaca, como si fueran los cuatro movimientos de una sonata, en lecturas más morosas que moderadas, embriagadas de su 3/4 bailable, de una vaga marcialidad y desprovistas de virtuosismo fatuo. Es decir, tal y como pedía André Gide: “con lentitud pero certidumbre; en todo caso, sin la insoportable seguridad que comporta un movimiento precipitado”. Formidable.
En el “intermedio” compareció sobre el escenario un afinador, que, cosa inaudita, vio recompensado su desempeño con una breve ovación. Ante el paulatino crescendo de toses que se sucedería mediada la segunda parte, no hubiera estado de más que, a modo de propina, hubiese afinado la garganta rebelde de dos espectadores con sendos strepsils y, de paso, silenciado otros tantos móviles que hicieron todo lo posible por rebajar o destruir la emoción estética despertada por Sokolov nota a nota.
Ajeno a todo ello, diríase que inasequible al desaliento, el pianista ruso fue descubriendo la belleza convulsa de los Diez preludios de Rachmaninov con esa minuciosidad y esa habilidad suya tan característica para mostrarnos lo que otros dejan oculto. Escritos en una época en la que la creación musical empezaba a discurrir por otros derroteros, la versión ofrecida por Sokolov de estas páginas que tanto deben a Chopin vino a reivindicar su modernidad y me pareció ejemplar por las diferencias dinámicas, pero, sobre todo, por la naturalidad y libertad del fraseo.
Al final, ocurrió lo previsible: un público enloquecido le obsequió con merecidos y estruendosos aplausos, a los que Sokolov respondió con la consabida recompensa: seis propinas, seis, en las que no se puede decir que el ruso deslumbrase con Brahms, Chopin, Scriabin o Rameau por la sencilla razón de que ya lo venía haciendo desde la primera polonesa, casi dos horas antes.
Darío Fernández Ruiz
Grigori Sokolov, piano.
70º Festival Internacional de Santander