Después de Il Tabarro en el Liceu, y Tosca en Bergen, Lise Davidsen, la soprano dramática del momento, acaba de debutar en otra ópera italiana: como Elisabetta en Don Carlo en el Covent Garden.
Predeciblemente, sus puntos más vulnerables fueron las secciones de passaggio del registro medio al alto. Aquí el vozarrón de Davidsen traiciona una tendencia al vibrato y carece del control y la capacidad de graduar el volumen de, por ejemplo, Mirella Freni o Anja Harteros. Pero en todo el resto estuvo extraordinaria: cálida y a la vez brillante en su proyección y variedad de color. Y como soprano dramática Davidsen es única por la extensión de su registro agudo, que en esta oportunidad le permitió cautivantes diminuendos en medio de agudos sólidamente colocados.
La variación cromática de su timbre, unida a un certero instinto de consustanciación con el personaje le permitieron una conmovedora despedida a la Condesa de Aremberg, espetada a la vez como plegaria y protesta (“Non pianger la mia compagna”) y una antológica entrega al fraseo y el legato en su aria final (“Tu che la vanita”).
En “Ma lassù ci vedremo” se le unió con similar sensibilidad Brian Jagde, un Don Carlo que podría ser fraseado con mas cuidado de detalle, pero de cualquier manera, una voz de pareja densidad y firmemente proyectada.
Yulia Matochkina, una mezzosoprano de registro similarmente firme y convincente intensidad dramática de fraseo fue una Eboli a quién tal vez pudiera pedirse un fiato más sostenido en los agudos finales de la canción del velo y “O don fatale.”
John Relyea convenció como un Felipe II mas sólido que histriónico, con ese timbre atractivamente pastoso pero en busca de una proyección mas abierta, y Taras Shtonda pareció imponer sobre todos la autoridad de un Gran Inquisidor que cantó con voz abierta y resonante.
El único cantante italiano del reparto fue Luca Micheletti, un Rodrigo que inevitablemente superó a todos por la espontaneidad y apertura de fraseo y trinos maravillosamente articulados en “Per me giunto è il di supremo”, una despedida que supo articular con atractiva mezza voce.
Y a salvo de la reposición de una regie cada vez más mediocre se lució fuera de escena Sarah Dufresne, una voz del cielo verdaderamente de otro mundo por su belleza y claridad.
La mediocridad de la puesta, ya aludida en ocasión del estreno de la misma, es un punto negro en la carrera escénica del talentoso Nicholas Hytner, pero lo cierto es no parecen de él esa sucesión de gestos grandilocuentes como llevarse la mano al pecho e inclinarse con pretensiones estilísticas de ballet o arrodillarse todo el tiempo cada vez que un personaje se confronta con otro. ¿Y que decir de ese aquelarre de curas furiosos, herejes enloquecidos y pueblo y soldados gesticulando con cruces puños, lanzas o arcabuces cada vez que hay que enfatizar una frase?
Poco se lució aquí Dan Dooner, el director de esta reposición escenificada con vestuarios “de época” y decorados mas bien esquemáticos y simbólicos, algunos efectivos como el bosque del primer acto o los pinos en la escena nocturna del encontronazo de Eboli, Rodrigo y Don Carlo.
Sin demasiada inspiración, pero con segura idoneidad profesional y sostenida expresividad dirigió Bertrand de Billy a una orquesta de la casa cuyo desempeño fue tan excelente como el del coro.
Agustín Blanco Bazán
Brian Jagde, Lise Davidsen, Luca Micheletti, Yulia Matochkina, John Relyea, Taras Shtonda, Alexander Köpeczi.
Coros y orquesta de la Royal Opera House / Bertrand de Billy.
Escena: Nicholas Hytner.
Don Carlo, de Giuseppe Verdi.
Covent Garden, Londres.
Foto © Bill Cooper