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Crítica - La Traviata sobrevive al naufragio de un disparatado montaje

Venecia - 10/02/2020

Bien sabido es que La Traviata se estrenó en el teatro La Fenice de Venecia el 6 de marzo de 1853. Por ende, asistir a una representación de esa ópera en ese mismo teatro tiene siempre algo de ceremonia para un apasionado de Verdi, y una experiencia excitante.

La presente temporada de La Fenice se ha inaugurado con una nueva producción precisamente de esta joya verdiana. No cabe duda de que es una ópera muy popular. De hecho, si se consultan las estadísticas de Operabase.com, quizá las más completas y fiables de todas, La Traviata ocupa casi temporada tras temporada el primer puesto de la lista que ordena las óperas por el número de representaciones en el mundo. Entre la temporada lírica de 2008/09 y la de 2018/2019, La Traviata ha ocupado el primer lugar de la lista  en siete ocasiones, mientras que en cuatro temporadas la superaron en el número de funciones Carmen y La flauta mágica, dos temporadas cada una.

Hoy día es casi obligado actualizar, en mayor o menor medida de tiempo, las puestas en escena de casi todas las óperas, principalmente las más clásicas. Eso es lo que ha hecho en Venecia el renombrado director de escena Robert Carsen. Mas tengo para mí que aggiornare La Traviata es muy arriesgado. Por varias razones, de las cuales la principal sea la incongruencia y el anacronismo que resulta que el nudo de la trama, el rechazo de la hermana de “Alfredo” por parte de su prometido y de su círculo social porque éste viva en concubinato con una conocida cortesana; y el consiguiente sacrificio de “Violetta” en favor de esa joven que es “si bella e pura”, dicho nudo, repito, se intente trasponer a tiempos actuales, donde la moral sexual nada tiene que ver con la de la aristocracia y alta burguesía parisinas de mediados del siglo XIX. Si una de las razones para actualizar las óperas más clásicas del gran repertorio operístico occidental compuestas en siglos pasados es hacerlas más accesibles y concordes con el gusto de los espectadores de hoy día, resulta hasta contraproducente llenar la dramaturgia de esas obras maestras e intemporales de la lírica con anacronismos estéticos y dramáticos y situaciones que nada tiene que ver con el mundo del siglo XXI.

Pero Carsen no se ha limitado a la errónea modernización de una de las obras maestras del melodrama romántico italiano. Ha ido más allá y ha dado rienda suelta a sus caprichos y gusto por los clichés que tanto abundan en sus montajes. Empezando por un continuo desfile de clientes de la cortesana —a la que presenta en ese momento poco menos que como la gran puta parisina— mientras suena el preludio orquestal, que le remuneran sus servicios sexuales, unos con timidez entregando en mano los dineros y otros con desprecio, arrojándole a la cara los billetes del pago. ¿Se gana algo con esta escena inventada por el regista? O por el contrario, ¿se distrae la atención de los espectadores de este bellísimo preludio, que es un retrato musical de la protagonista, adelantando los temas musicales que reflejarán posteriormente sus sentimientos y emociones trágicos? Me inclino sin dudarlo por afirmar rotundamente el segundo interrogante.

Quizá la más absurda y fea de las ocurrencias del director de escena suceda en la segunda parte del segundo acto, escena decimoprimera, en la que “Gastone” y otros invitados masculinos deben entran en escena disfrazados de toreros y picadores. Carsen cambia esto y monta un cutre y hasta obsceno show, propio de un Saloon de Far West en un escenario hortera que coloca en medio del suntuoso salón de “Flora”. Las cowgirls bailan torpemente, semidesnudas, con cursis sombreros vaqueros, una especie de “cancán” que resulta una americanada, mientras los vaqueros parecen “Toy-Boys” de los que entretienen con gestos casi pornográficos a la novia y a sus  amigas en una típica despedida de soltera.

A mi pesar, debo dejar sin narrar y vilipendiar muchos de los otros dislates con que Carsen asesina con nocturnidad y alevosía a Verdi y a Piave. Dentro de esas ocurrencias posiblemente con la intención de animar la escena, se encuentra la lluvia incesante de billetes que no vi claro desde mi butaca si eran fotocopias de dólares o dinero sacado del juego del Monopoly.

La escenografía y el vestuario fueron diseñados por Patrick Kinmonth, quien obedeció con pericia y con realismo de buen gusto las absurdas órdenes del director de escena. Hay elementos decorativos de cierta belleza, como el bosque de acacias deshojadas pintado con primor en un telón al fondo del escenario en el que se desarrolla la primera parte del acto segundo—aunque parezca más bien una postal de un otoño nórdico que de un bosque de las afueras de París--, pese a que al regista se le ocurriera la gracia de poner a “Violetta” sentada en un suelo cubierto por una capa de los billetes que caen del cielo, disfrutando un picnic con merienda. Absurda, adicionalmente, la imagen de un París lleno de rascacielos hiper-modernos  que se ve a través de la ventana del dormitorio de “Violetta” y que sirve como fondo simbólico para el dúo “Parigi, o cara”. Del vestuario, generalmente bien diseñado y bastante ecléctico tocante a las épocas, destacan los bellos y elegantes vestidos de la protagonista, que los lució con elegancia y estilo.

Afortunadamente para los espectadores, en un escenario tan poco adecuado y hasta con detalles propios del teatro de la fealdad, hubo dos soberbios intérpretes: “Violetta” y “Germont père”. Empecemos por la dama, que fue la gran triunfadora de la noche. La soprano italiana Maria Grazia Schiavo es una lírica plena, capaz de abordar, mediante una técnica muy pulida, papeles de coloratura. Se suele decir que el papel de “Violetta” requiere tres tipos de soprano: una lírico con coloratura para el primer acto, una lírico-ancha para el segundo y una dramática para el tercero. Por temperamento y características de color y técnica vocal, Maria Gracia Schiavo alcanza su máximo esplendor y roza la perfección en el segundo acto. Su voz es de gran homogeneidad y más que por su belleza, que la tiene, su canto destaca por su técnica, la inteligencia y su gran paleta de colores vocales para expresar los sentimientos y emociones de “Violetta”. Aunque tuvo algún problema con las tirante agilidades que Verdi escribió en el passaggio di registro en “Sempre libera”, mostró unas portentosas messa di voce y lo concluyó con brillantez y con convincente afirmación de su hedonismo y alegría de vivir. Del dúo de amor con “Alfredo” poco hay que decir, pues el “Alfredo”  de Stefano Secco fue más una carga  que un acompañamiento que ayudara a la expresividad de timidez que requiere “Io sono franca ingenua” de la soprano.

Emocionante la pasión desborda del “Amami Alfredo!” con el tema del amor del preludio llevado a un clímax que penetra por los oídos hasta la parte más musicalmente sensible del cerebro. La interpretación de Maria Grazia Schiavo del “Addio del passato” fue perfecta y pudimos ver la vena dramática de esta soprano, cuyo “pathos” no es exactamente de trágica, pero se acerca mucho. En “Pariggi o cara” hizo una exhibición de medias voces del más puro estilo de la vocalità verdiana. Por suerte, el tenor estuvo en su hora mejor de toda la noche, quizá contagiado por la excelencia del canto de su compañera, por lo que resultó uno de los grandes momentos de la función.

Fue para mí una gran sorpresa el “Germont père” de Simone Del Savio. Se trata de un auténtico barítono verdiano, con un carnoso y noble registro central, voz potente y expresiva, legato notabilísimo, resonante messa voce, agudos magníficamente proyectados y sostenidos por un fiato muy controlado y notas bajas sólidas a la vez que aéreas. Me recordó, debido a estas características y a la elegante y noble línea de canto, al joven Renato Bruson (del que guardo el imborrable recuerdo cantando “Di Provenza il mar”, mágicamente sostenido y acompañado por Carlos Kleiber en la Bayerische Staatsoper de München). El dúo entre “Giorgio Germont” y “Violeta” en el extraordinario segundo acto en La Fenice fue uno  de los cantos verdianos más logrados que yo haya oído en estos últimos tiempos, tan pobres en cantantes verdaderamente verdianos. Lástima que el acompañamiento a “Germont père” del maestro Stefano Ranzani en su hermosa y conmovedora aria “Di Provenza il mar” fuese tan anodina, sin finura ni elegancia y con un insípido fraseo, casi sin legato en vientos y maderas, y que en lugar de abrir la orquesta conservando toda la intensidad del sonido, como hacía magistralmente Carlos Kleiber, tapara y hasta atropellara al cantante.

Tras oír a Maria Grazia Schiavo y a Simone Del Savio me congratulé pensando que el auténtico estilo verdiano de los grandes gigantes del melodrama romántico no había muerto.

Poco bueno hay que decir del “Alfredo” de Stefano Secco. Sus ardiente confesión de amor en el primer acto fue inexpresiva y sin la emoción y valentía del hombre que se arroja al vacío de una loca declaración de amor sin importarle si su amada le va a decir sí o no. Pasó desapercibido en dúo con “Violetta”, el de la despedida y a la vez, con la esperanza de volver a verla.

Del segundo acto del tenor es mejor callar y pasarlo por encima con caritativo olvido. Nada le salió bien y como era de esperar, acabó la cabaletta “O mio rimorso” sin el Do sobreagudo final, nota que hoy día debería tener todo tenor lírico, aunque no se incline hacia lo ligero. El hecho más que de sobre conocido de que ese agudo no está escrito en la partitura original no es óbice ni excusa para no darlo, máxime si no es Riccardo Muti el que sostiene firmemente la batuta y lo prohíbe como buen dictador musical que es.

De los comprimarios, en general a buen nivel, es de justicia destacar a Elisabetta Martorana, como una coqueta y elegante “Flora” y a “Gastone”, muy acertado en la escena del salón de Flora, aunque el montaje de Carsen le tapó su canto junto al coro de los toreros.

Nada más oír los primeros compases del preludio, se pudo temer una dirección de orquesta poco imaginativa e inspirada. Stefano Ranzani y la orquesta sonaron apagados y sin contrastes ni brillo en el Preludio, en el que apenas quedaron destacados los temas trágico y lírico que serán el núcleo de la muerte de la joven “Violetta” en la flor de la vida y de su apasionado amor a “Alfredo” sacrificado por un destino que ella no entiende pero que acepta estoica y generosamente. A medida que transcurría la acción, se despreocupó de concertar adecuadamente el foso y el escenario.

La orquesta se mostró irregular según sus diferentes secciones. Violines, violas y violonchelos, aceptables: los contrabajos, inaudibles. Mejor los vientos que las maderas, cuyos solistas tienen un fraseo bastante rudimentario y hacen poco caso de las indicaciones de legato y de la regulación dinámica. Los metales, gritones y con sonido de latón, algo más propio de una banda tradicional de un pueblo sin importancia  plugiense que de la orquesta del Teatro La Fenice. Tampoco fue destacada la intervención del coro, en el que las cuerdas masculinas, sobre todo las de barítonos (que no había ningún bajo), fueron generalmente tapadas por las sopranos y mezzosopranos, que cantaron, eso sí, con intensidad, entrega, afinación y potencia.

Fernando Peregrín Gutiérrez

Teatro La Fenice, Venecia.
La Traviata (Giuseppe Verdi)
Robert Carsen, director de escena / Patrick Kinmonth, escenografía y vestuario.
Maria Grazia Schiavo, “Violetta Valéry”; Stefano Secco, “Alfredo Germont”, Simone Del Savio, “Giorgio Germont”; Elisabetta Martorana, “Flora Bervoix”; Sabrina Vianello, “Annina”; Enrico Iviglia, “Gastone”; William Corró, “Barón Douphol”; Mattia Denti, “Doctor Grenvil”; Matteo Ferrara, “Marqués de Obigny”; Dionigi D’Ostuni, “Giuseppe”; Giampaolo Baldini, “Sirviente de Flora” y Carlo Agostini, “Comisario”.
Orquesta y Coro del Teatro La Fenice / Stefano Ranzani, director.

Foto © Michele Crosera

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