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Crítica / La orquesta que fluye - por Gonzalo Pérez Chamorro

Madrid - 11/11/2021

A punto de cumplir tres décadas al frente de la Staatskapelle Berlin, Daniel Barenboim conoce su orquesta como un ciego se maneja en su propia casa; se sabe cada esquina, cada sobresalto, cada pequeño pliegue del suelo. Cuando llegó hace treinta años, la Staatskapelle Berlin, hoy más rejuvenecida y con mayor presencia de mujeres que entonces, era una gran orquesta “en potencia”; hoy es la gran orquesta que él imaginó, y como tal, la dirige, moldeando con sus cada vez menores movimientos en los brazos, con mayor economía de gesto, pero con una respuesta inmediata de la orquesta antes de una súbita bajada dinámica o un ascenso sonoro inmediato, según la música fluye y respira por una orquesta que parece tocar con una elasticidad propia de un adiestramiento que ha ido madurando año tras año, hasta entenderse uno y otro como un ente único.

Y mientras Barenboim formaba a la Staatskapelle Berlin, no dejó de dirigir otras orquestas (tiene tal gen pedagógico incrustado que la West-Eastern Divan Orchestra es otra de sus creaciones), de tocar incesantemente el piano (incluyendo varios ciclos completos de las Sonatas de Beethoven) y de bajar al foso para aumentar su vastísimo repertorio (al que solo le quedaría, en el aspecto puramente sinfónico y como música verdaderamente grande no dirigida, las Sinfonías finales de Dvorák y algunas de Sibelius, ideales para su abrumadora inteligencia a la hora de construir catedrales sinfónicas), beneficiándose su orquesta de su enorme sabiduría, hoy convertida no solo en la “orquesta de Barenboim”, sino en una de las grandes orquestas del mundo.

En esta cita para Ibermúsica, dos programas con dos sinfonías en cada uno, abriendo con la Heroica de Beethoven y cerrando con la Cuarta de Brahms (creo que por recomendación de la promotora, no fueron programas elegidos ex profeso por el maestro y la orquesta; se encuadraban dentro de lo posible por la gira europea de la Staatskapelle que culminará en breve en Zurich), una especie de alfa y omega del esplendor de la nueva sinfonía que protagonizaría el siglo XIX como género dominante (el alfa sería más bien la 41 de Mozart). Y entre estas, la “Inacabada” de Schubert (ya se la escuchamos a los mismos intérpretes en Ibermúsica en 2014) y la Primera de Schumann. Sin oberturas ni obras orquestales varias, sin conciertos con solista y sin propinas: cuatro obras, dos días; la felicidad del cartesiano.

Nada parece preparado para la “improvisación” durante las dos sesiones a las que hemos asistido; hay un profundo trabajo de ensayos y una compenetración que solo puede surgir del estrecho y continuo contacto. La selva de interrogantes que es para cualquier director la partitura de la Inacabada de Schubert es en Barenboim, de principio a fin, de una lógica aplastante, que se justifica a cada paso; si en un momento dado uno espera mayor énfasis sonoro o una velocidad más adecuada, esta pregunta surgida en el oyente encuentra la respuesta acto seguido con la lógica evolución de la siguiente sección. Y todo suena con naturalidad y profundidad a partes iguales; este es el secreto de los grandes maestros.

Sorprende ver como Barenboim otorga cada vez mayor énfasis a las bases sonoras, a los acompañamientos en segundo plano, embelleciendo los fraseos y las estructuras. Estamos ante un director que establece una reflexión continua como pauta interpretativa (quien lo iba a decir hace veinte años, donde salía fuego de su batuta), pero no confundir esta serenidad con ausencia de tensión (Andante de la Cuarta de Brahms, como un buen trago de whisky de malta, lento, cálido y profundo), porque en ningún momento uno tiene percepción alguna de que la música esté blanda o carente de intensidad. Hasta el primer movimiento de la Heroica, trazado desde una contención casi mística, dio paso a una colosal Marcha fúnebre (la respuesta a la pregunta), para dar sentido a lo expuesto en el Allegro con brio y culminar en el quizá más creativo y genial Finale de cuantos haya escuchado (otorgar tanta importancia al Finale fue el “problema” del género hasta la llegada de la 41 de Mozart).

De la misma manera, el maestro acomete los finales, las codas y sus preparativos como el volcán de La Palma: avisa, crea y en el instante oportuno estalla, pero siempre en un momento exacto que libera toda la tensión acumulada.

O los singulares comienzos, como la extracción desde las sombras a la luz de la Primera de Schumann (de un tempi lento, que ayuda a explicar mejor una obra compleja), el trazo abierto, extenso, de la Inacabada de Schubert, con el oboe infinito y milagroso de Cristina Gómez Godoy (citar también a la flautista Claudia Stein y al ya mítico clarinetista Matthias Glander), la intérprete linarense a la que el maestro hizo levantar la primera de toda la orquesta durante los dos días para recibir los aplausos individuales por secciones e instrumentos y que nos dejó boquiabiertos con sus intervenciones. O la inmensa tristeza que acogió los “sencillos” intervalos repetitivos iniciales sobre los que se desarrolla todo el primer movimiento de la ensoñadora versión de la Cuarta de Brahms, seguramente la más personal de las cuatro interpretaciones ofrecidas por una orquesta que fluye y respira con el director que la ha moldeado a su gusto, como el escultor que, desde el bloque de mármol, acaba por dar forma a la más bella de las figuras humanas.

Gonzalo Pérez Chamorro

 

Staatskapelle Berlin / Daniel Barenboim.

Obras de Schubert, Beethoven, Schumann y Brahms.

Ibermúsica, Auditorio Nacional, Madrid.

Foto © Rafa Martín / Ibermúsica

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