Una rutilante interpretación de la Novena Sinfonía de Beethoven a cargo de la Filarmónica de Rotterdam y el Orfeón Donostiarra inauguró el 72º Festival Internacional de Santander entre bravos y vítores.
La calurosa acogida del público que abarrotaba la Sala Argenta tuvo, sin duda, algo de respuesta inmediata y visceral al mandamiento de la alegría con que el genio de Bonn preludia su célebre adaptación de la oda de Schiller, pero es de justicia reconocer también la meritoria prestación de cantantes, coro, orquesta y, por supuesto, la dirección de Lahav Shani, en quien se complace un buen sector de la crítica, Norman Lebrecht incluido, y de quien se esperan grandes cosas.
En efecto, Shani exhibió una personalidad acusada y lo hizo con una obra imponente, lo que no es poca cosa. Su labor nos convenció en líneas generales y nos dejó una grata impresión, aunque no exenta de matices que procuraré exponer a continuación. Y subrayo lo de procurar porque con la Novena ocurre lo que con muy pocas obras: por una parte, que la conocemos en muchas versiones y, por otra, que la experiencia estética de escucharla en vivo es siempre tan poderosa que corremos el riesgo de que esa emoción se lleve por delante nuestra capacidad de juicio.
Sea como fuere, nos llamó la atención la gestualidad del joven director israelí. Liberado de batuta y partitura, Shani se cimbreaba constantemente sobre el podio; desde allí, marcaba el ritmo, distinguía planos, señalaba entradas, subrayaba frases con un gesto barroco, unas veces claro, otras no tanto, y dibujaba arabescos en un número que algunos encontrarían excesivo. Puede que algún desajuste puntual de la sección de viento o alguna frase deslavazada se debiera a ello o simplemente a una falta de ensayos (la agenda de la Orquesta y el variado repertorio su gira asiática recién terminada avalarían esta última hipótesis), pero en cualquier caso, fueron detalles menores.
No lo fueron, en cambio, la elección de tiempos y dinámicas, donde se sustancian buena parte de las ideas del intérprete sobre la obra que se trae entre manos. Aquí apreciamos, de nuevo, un criterio individual, singular, propio, espolvoreado con un generoso sentido del rubato y hábiles crescendi: por decirlo de alguna manera, Shani optó por una síntesis de la urgencia toscaniniana y la morosidad de un Furtwangler. Acaso su principal logro fuera el marcado contraste que supo establecer entre el caos indistinto y el vacío cósmico de los dos primeros movimientos y la realidad humana que se impone en el tercero; al menos, el efecto fue tremendo y, así, el impulso sobrenatural del allegro inicial (16’49’’) y el trepidar de un scherzo (12’10’’) algo turbio, pero con destellos de categoría como el ostinato final de la cuerda, dieron paso a un portentoso adagio (16’03’’) en el que Shani jugó con las variaciones a partir de sus dos hermosos temas e hizo resonar en toda su hondura y riqueza tímbrica esos acentos conmovedores con los que Beethoven canta a un mundo asombrado.
El “insólito vendaval de una partitura colmada de energía arrebatada y masculina” (Regino Mateo) acabó por desatarse en el cuarto movimiento (24’42’’) con la participación del ya citado Orfeón Donostiarra y el muy expresivo cuarteto vocal compuesto por Chen Reiss, Carmen Artaza, Matthew Newlin y José Antonio López. Puede que no le faltara razón a Wagner cuando escribió que “el último movimiento es la parte más débil […] pues revela, con mucha ingenuidad, el empacho de un compositor auténtico que no sabe cómo representar finalmente el paraíso”, pero poco importa cuando su deslumbrante marasmo sonoro, con voces y orquesta en perfecta comunión, nos hizo creer, una vez más, que estábamos en él.
Darío Fernández Ruiz
72º Festival Internacional de Santander
Orquesta Filarmónica de Rotterdam, Orfeón Donostiarra.
Chen Reiss (soprano), Carmen Artaza (mezzo), Matthew Newlin (tenor), José Antonio López (barítono).
Lahav Shani, director.
Sala Argenta del Palacio de Festivales
Foto © Pedro Puente