El encargado de insuflar los últimos resoplidos artísticos a la edición número 35 del Festival de Úbeda, que acaba de echar el telón hasta el año próximo, ha sido ese mito viviente que es ya sin duda Grigory Sokolov. Cuando uno se acerca hasta uno de los recitales de este ruso, ya nacionalizado español, hay dos cosas que sabe de antemano con seguridad. La primera y más importante es que la escucha va a merecer la pena. El de San Petersburgo es un músico que jamás defrauda. La otra, que a este pianista, el más importante en activo hoy, le viene corto eso de las habituales dos partes del programa. Uno prevé a lo lejos que habrá una extra en forma de rosario de propinas (seis son las habituales) que alargarán la velada, en las que además suele aflorar la versión más personal e íntima del artista. De ahí que cuando se adentra en uno de sus recitales algunos hablemos incluso de la consagrada “liturgia Sokolov” (sale serio y cabizbajo, saluda tímidamente con la cabeza, se sienta decidido y ya hasta el final, sin respiro).
Músico único y genuino, serio e implacable, analítico y objetivo, Sokolov, el último pope de la legendaria escuela soviética, personifica como nadie lo trascendental, encarnando la perfección en su expresión más certera. Un pianista total, de poderosa e inflexible sonoridad enriquecida por infinidad de matices que esclaviza la escucha. La meticulosidad y contundencia de la lectura, la brillantez, riqueza y pureza del sonido, la retórica del discurso adornado por un halo místico (casi religioso), su exquisito colorido, el magistral uso del pedal (que lo convierte en un maestro de la regulación), una mano izquierda para la historia del instrumento y esa prodigiosa mecánica (parecida a un reloj suizo) consigue que algunos vislumbremos ante nosotros los espectros de colosos del pasado como Richter, Sofronitski o Emil Gilels, pianista del que sin duda es un espejo formal inevitable en su fastuosa concepción sonora.
En las más de dos horas de recital, mezcló sabiamente, en su arriesgado programa, las nada transitadas texturas barrocas del clave del gran Henry Purcell (compositor puramente escénico), con la poesía cándida, el genial juego de piruetas y sonrisas y el clásico terciopelo sonoro de Mozart. Aunque más de uno frunciera el ceño al descubrir que toda la primera parte estaría gobernada por la “desconocida” y “primitiva” obra para teclado del británico, nada más lejos del hastío o la oclusión, pues tanto las tres Suites, como las pequeñas piezas que incluyó, son de una belleza irresistible. Ojalá llegue a trasvasar algún día en disco estas partituras, ya que prácticamente nadie hasta ahora se había detenido ante ellas con un piano de cola, pues se exige tener una ilimitada gama de recursos técnicos para salir ileso del empeño, pues su levedad y ligereza (está escrita para ser tocada en una habitación), la métrica y sus notas cortas, su translúcida articulación, el danzarín “cantabile”, así como la ingente ornamentación que la impregna (con sus innumerables trinos), la convierten en alambre de espino para esos pianistas más acondicionados al sonido orquestal del Romanticismo.
PURCELL versus MOZART
Es público y notorio el idilio que Sokolov mantiene con el Barroco. Ahí están sus brillantes acercamientos a Bach, Froberger o Rameau. Ahora el turno le llega a Purcell, del que ejecutó tres Suites completas (las núm. 2, 4 y 7), otras cinco piezas breves y folclóricas, para concluir con una prodigiosa Chaconne de turbador ostinato, donde Sokolov pareció acariciar el teclado. Dentro de las Suites destacaron sin duda la exquisita Allemande y su delicioso estilo galante. Repletas de sensibilidad y fulgor melódico, con ese aroma danzable y esos envolventes trinos en los que Sokolov parece limpiar con plumero el polvo del pasado de manera refinadísima. El hermosísimo despliegue expresivo de las dos Sarabandas tampoco quedó atrás. El Lilliburlero que utilizara Kubrick para las escenas bélicas de “Barry Lyndon” resonó en la melodiosa “A new Irish tune”. Las fanfarrias al teclado del “Trumpet Tune” (y sus largos trinos) se mezclaron con el efusivo “Round O” que le sirviera a Britten (siempre se refería a Purcell como el Orpheus Britannicus) para inspirarle su “Guía Orquestal para Jóvenes” Op. 34.
Mozart fue el compositor elegido (también ejecutado sin desmayo) para ocupar la segunda parte del programa, cuyo tronco fue la Sonata núm. 13 en si bemol mayor K. 333, una de las grandes gemas de la serie. Un Mozart profundo y serio, introspectivo, de gran fuerza dramática (a veces incluso trágica), variado fraseo, de tempi ágiles y vivos, con un gran poder de comunicación y marcado aliento nostálgico. De la luminosidad de la juguetona melodía del Allegro inicial, pasamos sin respiro a la negrura de un Andante cantabile hondo y profundamente expresivo, con un rubato controlado y medido hasta la obcecación. La genial cadenza final del Allegretto grazioso enlazó en un abrir y cerrar de ojos con la bajada a los abismos existenciales que supone el demoledor Adagio en si menor K 540 con sus elocuentes silencios, donde Sokolov profundizó en el contenido de su musicalidad tan cercana ya al Romanticismo (en algunos pasajes parecía sobrevolar el espectro de Schubert).
Bises
La “tercera” parte del programa las protagonizaron las habituales y resplandecientes seis propinas concedidas, que se inauguraron con las resonancias barrocas de Rameau y sus vibrantes Le sauvages (del francés también regaló un impecable Le Tambourin). Prosiguió del Op. 28 de Chopin el Preludio n. 15 (el conocido como “gota de lluvia” escrito en Mallorca) de exacerbado romanticismo y con un dominio apabullante del volumen sonoro, apoyado sobre una vigorosa mano izquierda y un magistral uso del pedal (del polaco también regaló una melancólica lectura de la Mazurka Op. 63/2). De Rachmaninov obsequió el Preludio Op. 23/2, con el que puso el steinway al borde de la afonía (¡cómo le corren aún los dedos a este septuagenario!), para acabar con el hermoso y subyugante arreglo de Alexander Siloti del circular Preludio BWV 855 de Bach, con el que consiguió parar el tiempo. Eterno.
Javier Extremera
Grigory Sokolov, piano.
Obras de Purcell y Mozart.
Úbeda. Auditorio del Hospital de Santiago.
24-junio-2023.
35º Festival de Úbeda.
Foto © Alberto Román - Festival de Úbeda