El proceso hasta reunir en concierto al G-8 de los cuartetos de cuerda (entiéndanse los Cuartetos Belcea y Ébène) se remonta a etapas de pandemia, que imposibilitaron este encuentro pero que posibilitó la feliz reunión del Belcea con Raphaël Merlin (enero de 2022, ver crítica en este enlace), por aquel entonces chelista del Ébène que a día de hoy ha abandonado el Cuarteto, sustituido por Yuya Okamoto, muy estimable instrumentista pero lejos de la grandeza del que era el verdadero pilar del Ébène. Y este pequeño galimatías no se ha acabado, ya que en este concierto, además de Okamoto, el violinista Jonathan Schwarz (primer violín del Cuarteto Leonkoro) sustituía también a Pierre Colombet (primer violín del Ébène) en los conciertos de esta gira, así como debutaba en Madrid como nuevo miembro del Belcea, la coreana Suyeon Kang, sustituyendo a otra ausencia definitiva en el Belcea, el segundo violín Axel Schacher.
Hechas las presentaciones y actualizadas las nuevas alineaciones, tocaba el turno a la música, un octeto de cuerda con los dos cuartetos mejores del planeta (tres con el Jerusalem, en mi opinión), interpretando las dos grandes obras maestras para este género (no hay muchas, comparadas con la enormidad de cuartetos de cuerda), los Octetos de Mendelssohn y el de Enescu, quien revivía 75 años después la misma experiencia mendelssohniana de crear un octeto en su juventud.
Con la energía, determinación y liderazgo de la gran Corina Belcea, la ensoñación de Mendelssohn se convirtió en una continua búsqueda de conexiones con Schubert, especialmente en el Andante y en el Scherzo (el prototipo de música feérica del su autor), sonando en habituales ocasiones con una desgarrada carga dramática, quizá no la que el rubiales y pecoso adolescente Félix compuso con solo 16 años. Pero este es el milagro, una música que nació con un halo de gracia infinita la recibimos hoy en día tamizada con influencias que la hacen, si cabe, aún más grande.
Escuchar el Octeto de Enescu es una prueba de fuego para todos los invitados a la partida, desde los ejecutantes al público, que debe entender el desarrollo y la historia que el rumano cuenta en una obra mayúscula e irregular, adjetivo adecuado por la cantidad de estilos que parecen deambular por la cabeza del compositor en 1900, año en el que la música (como la propia vida de los que entraban en el moderno siglo XX) miraba hacia adelante mientras, para no despeñarse, se agarraba a la baranda del romanticismo del siglo XIX.
Sus más de cuarenta minutos dejan exhaustos a los implicados, que abordan una partitura complejísima y de una riqueza de ideas alucinante, pasando por un “scherzo” Très fougueux donde el atonalismo recibe un pionero bautizo antes de que Schoenberg lo cambiara todo. Aunque para el que escribe fue el Très modéré inicial (donde se sentaron las bases de una colosal interpretación del Octeto) y el lírico Lentement los momentos insuperables de esta música.
Si ya el programa dejaba poco espacio a la originalidad y audacia, se superó con el bis ofrecido, el arreglo para octeto de cuerda del In Paradisum del Requiem de Fauré (arreglo de Raphaël Merlin), ese caramelillo que el francés compuso para quitarle el miedo en el cuerpo a la gente de eso que llaman muerte.
Gonzalo Pérez Chamorro
Cuartetos Belcea y Ébène
Obras de Mendelssohn y Enescu
Ciclo Liceo de Cámara XXI, Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM)
Auditorio Nacional de Música, Madrid
Foto © Elvira Megías