Ni Gabetta ni Chamayou vinieron a hacer amigos. En absoluto. Por lo general, resulta fácil ganarse el favor del público. Basta con interpretar (técnica y emocionalmente) de una manera inteligible, sin ambigüedades, con discursos claros en su exposición y sentimentalmente consensuados. Los dos intérpretes que se subieron al escenario madrileño el jueves no aceptaron esta convención. No pareció que les interesase. Y esto se debe a su actitud, tanto afectiva como ejecutiva.
Ambos son virtuosos, y nadie les puede toser en este aspecto, pero utilizan sus instrumentos para arrollar cuanto se les pone por delante. Chamayou es capaz de asaltar los compases más intrincados sin sudar. No se le cae la serenidad de su cara ni aunque esté cazando un oso polar sin lanza; el oso acaba cayendo bajo la potencia de una espalda que jamás se encorva y un pedal que lo envuelve todo. Gabetta emprende una danza guerrera que solo cesa con la doble barra, unas veces en trance y otras sonriendo; cada arcada y cada pizzicato se sumergen en el barro. Si no hubiese sonido, el pianista parecería apolíneo y la chelista dionisíaca.
Dicho así, la pareja no debería funcionar y, sin embargo, resulta una combinación perfecta, porque, al oído, los dos se dedican a quemar aldeas, uno sin torcer el gesto y la otra sin dejar de bailar. La fuerza conseguida por esta unión es devastadora. Sanamente devastadora. El dúo desbroza compases con arrogancia (vamos, en una expresión más certera: andan sobraos).Esta actitud instrumental se une a la emocional: no son simpáticos. Si la simpatía es la capacidad de llorar con quien llora o compartir risas, Gabetta y Chamayou se hallan al otro lado del mundo. Ni un hueco para el sentimiento artificioso, ni para el lagrimeo ni la afectividad cursi. No son fríos ni asépticos, pero encaran las obras con distancia. Es decir: desde la madurez. No pretenden dejarse arrastrar por sentimientos ajenos, sino comprender los de otros (por ejemplo, los compositores) y hacerse comprender ellos mismos. En vez de simpatía, empatía. Y todo esto servido con la arrogancia ya citada, porque se la pueden permitir tanto técnica como afectivamente. Disfrutan con el aquí y el ahora de cada pentagrama y muestran su valor sin ningún pudor.
En esto, que no resultará simpático para muchos, rechazan esa herencia tan judeocristiana de intensificar las miserias y esconder las virtudes. Michel Onfray tacha la religión de antivitalista. Gabetta y Chamadou son puro dinamismo, puro vitalismo y, por lo tanto, antirreligiosos. Incluso ateos. Necesitamos más intérpretes ateos.
Obviamente, esta actitud tan arrolladora implica caminar al borde del precipicio. De hecho, en varios momentos de las Variaciones de Mendelssohn y en el primer movimiento de Brahms, el dúo estuvo a punto de caer por desequilibrios de volumen. No obstante, gracias a ese distanciamiento y a la autoconfianza, todo terminó encarrillado. Además de la madurez y el saber hacer, ambos lograron crear un ambiente acústico coherente. Lo impusieron, sí, lo impusieron, pero eso no tiene por qué ser negativo si el fin resulta tan positivo. Lo más paradójico es que, desde su alejamiento del lagrimeo, se enfrentaron a obras del romanticismo. Habrá quien los considere antirrománticos, cuando en realidad consiguen restaurar todo el empuje de aquella estética quitándole lo superficial, cursi y excesivo. Así ocurrió con las Variaciones, en las que le otorgaron a ese niño pijo hiperinspirado que es Mendelssohn un empuje canalla que siempre le viene bien, pese a los peligros ya comentados.
En honor a Felix, Wolfgang Rihm ha compuesto (el año pasado) dos miniaturas que juegan, justamente, con la ausencia verbal: Lied ohne Worte y Verschwundene Worte, auténticas deconstrucciones del romántico que Gabetta y Chamayou mostraron con su ojo maduro, es decir, conmovedor en su crudeza. Dos obras de un autor que, a estas alturas, crea lo que le viene en gana con un dominio absoluto del discurso sonoro.
La primera parte terminó con la Sonata para violonchelo y piano nº 2 en re mayor, op. 58, de Brahms. Encontrado el camino de no descalabrarse durante el primer movimiento, el dúo le hizo todo el honor a un compositor que, como estos intérpretes, nunca quiso ser simpático, pero sí empático. La segunda parte comenzó con otra Lied ohne Worte, esta vez de Jörg Widmann. La interpretación, claro, fue sobresaliente, pese a encontrarnos ante otro absurdo de este compositor, cuyas obras consisten en escribir cien notas del siglo XIX y tres actuales. La comparación con Rihm es desagradable, pero justa.
Para cerrar el programa, volvió Mendelssohn, esta vez con su Sonata para violonchelo y piano nº 2 en re mayor, op. 58. Gabetta y Chamayou volvieron a otorgarle el empuje arrollador que necesita para ser interesante en vez de burgués y triunfaron, por supuesto.
Pero el concierto no había terminado. Pese a los semovientes que tras la última nota del programa se lanzan a la salida (en mi pueblo se les llama maleducados), el dúo ofreció dos propinas: la Nana y el Polo de Falla. En las dos piezas, Gabetta y Chamayou sintetizaron toda su actitud estética. La primera de las piezas no fue una canción para dormir, sino más bien una canción para decir “que nadie duerma mientras tocamos esta canción para dormir”, de nuevo con emoción cruda. La segunda, un monumento al virtuosismo como disfrute de los propios intérpretes (y, por extensión, del público). Este dúo, tan antipático, se lleva toda mi simpatía (la empatía ya la tenían ganada).
Juan Gómez Espinosa
Liceo de Cámara XXI. CNDM. Temporada 2023/2024.
Obras de: Felix Mendelssohn (Variaciones concertantes en re mayor, op. 17, Sonata para violonchelo y piano nº 2 en re mayor, op. 58), Wolfgang Rihm (Lied ohne Worte, Verschwundene Worte), Johannes Brahms (Sonata para violonchelo y piano nº 2 en fa mayor, op. 99) y Jörg Widmann (Lied ohne Worte).
Intérpretes: Sol Gabetta (violonchelo) y Bertrand Chamayou (piano).
Fecha y lugar: 22 de febrero de 2025. Auditorio Nacional de Madrid (Sala de Cámara).
Foto © Rafa Martín