Juan Diego Flórez regresó al Festival Internacional de Santander para ofrecer su tercera actuación en la capital cántabra desde aquella primera hace ya casi veinte años (2004) y certificar otro estrepitoso éxito ante una Sala Argenta de nuevo abarrotada. Lo hizo con la misma voz, el mismo porte de caballero de fina estampa que lució entonces y una curiosa imagen promocional que le mostraba por la ciudad y en el programa de mano (la imagen que ilustra esta crítica) como una suerte de superagente 007 con licencia para cantar.
Bromas aparte, el tenor peruano, acompañado de Guillermo García Calvo al frente de una correcta Oviedo Filarmonía, hizo precisamente eso, lo que mejor sabe hacer: cantar. Bien es cierto que eligió un repertorio idóneo solo en parte para su instrumento, que sigue siendo de lírico-ligero, pero es que Flórez, como Anita Cerquetti dijera en su día de Beniamino Gigli, “hace lo que quiere con la voz” y por eso puede enfrentarse y salir airoso de empeños que piden una con algo más de cuerpo, como ‘Ma se m’è forza perderti’ de Un ballo in maschera de Verdi o ‘Che gelida manina’ de La Bohème pucciniana, última pieza del programa.
En efecto, Flórez mueve los hilos de su aparato fonador con la sutileza, la sabiduría de un maestro y la facilidad del superdotado que, más que aprender una técnica, descubre para su asombro que ya la dominaba. Esa técnica, como todas, es personal e intransferible, pero participa de los principios del bel canto de siempre: formar una columna de aire que, apoyada en el diafragma, venza la resistencia de las cuerdas vocales sin golpes ni fricciones, resuene en las cavidades superiores y surja íntegra, limpia, totalmente liberada. Decirlo es fácil, pero hacerlo es otra cosa, así que cuando se logra ofrecer ese canto sobre el aliento, sul fiato, sin aparente esfuerzo ni cambio de color en toda la gama -como en el caso de Juan Diego Flórez- el efecto es impresionante y adictivo, pues el cantante no se cansa al producirlo ni el oyente de admirarlo.
Interesa subrayar aquí que, con el paso del tiempo y la llegada a la madurez, la voz de Flórez no sólo conserva el agudo fácil e insolente de sus primeros años, sino que ha ganado un punto de densidad y que el intérprete ha pulido aún más su capacidad para colorearla y matizar su fraseo. Hasta tal punto -podría argumentar alguno- que en ‘Parmi veder le lagrime’ de Rigoletto rozó la afectación, habida cuenta de la bajeza del protagonista; pero es que no se trata(ba) tanto de recrear un personaje dramáticamente verosímil, como, insisto, de cincelar frases, de esculpir sonidos bellos.
Flórez aprovechó todas las ocasiones que le brindaron para hacerlo las páginas de L’elisir d’amore, Lucia di Lammermoor y Luisa Miller que conformaron la primera parte, pero fue con las romanzas de zarzuela de la segunda, cuando se metió al gran público -el que tose y apaga a destiempo el móvil- en el bolsillo. Quizás fue por aquello del idioma; quizás porque el de Santander es un público ‘diesel’ que tarda en carburar o quizás porque se trataba de la música con la que se criaron nuestros abuelos, nuestros padres y muchos de nosotros. Qué más da: lo cierto es que el clima se fue caldeando paulatinamente. Dentro del nivel superior de todas sus intervenciones, bien apoyadas por la sobria batuta de García Calvo, me quedo con su interpretación de ‘Suena, guitarrico mío’, ‘No puede ser’ y ‘Bella enamorada’, a las que sucederían tres propinas con el propio Juan Diego a la guitarra: ‘José Antonio’, ‘Tu ca nun chiagne’ y ‘Cucurrucucú’. Cantadas con un gusto exquisito, el estruendo fue tal que Flórez hubo de corresponder con una pletórica ‘Granada’ que terminó por levantar al público de sus asientos.
Darío Fernández Ruiz
72º Festival Internacional de Santander
Juan Diego Flórez
Oviedo Filarmonía. Guillermo García Calvo, director.