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Crítica / Iphigénie en Tauride: la familia en tiempos de guerra - por Javier Extremera

Sevilla - 17/02/2025

Habría que resaltar con fluorescente el esfuerzo y gran trabajo que está realizando el Teatro de la Maestranza a la hora de engendrar aficionados duraderos y con pedigrí, sobre la base de unas programaciones que con malabarismo mezclan sabiamente en su conciso ramillete de títulos ofertados cada temporada, la eterna confrontación entre el arte y la contabilidad. Cuando lo fácil sería subir a escena una y otra vez aquellas óperas que aseguran la ocupación masiva del aforo, el equipo artístico del coso, con el asturiano Javier Menéndez al volante, ha conseguido equilibrar sabiamente la balanza para que todos acabemos contentos y felices. Para echar las redes e intentar cautivar a nuevos públicos ahí están este año “Turandot” (con carteles colgados de “no hay billetes” en todas sus funciones) y “Carmen” (próximo junio).

Para los que piden más y desean explorar desconocidos horizontes y descubrir nuevos continentes dentro del universo operístico, esta temporada el menú contaba nada menos que con “Ariadne auf Naxos” e “Iphigénie en Tauride”. Títulos ambos de enorme valía musical y teatral, pero arriesgados si lo que se ansía solamente son cifras. Es elogiable que un teatro en continua progresión como es el Maestranza se haya mantenido bien aferrado al alambre, con una mano tendida al público estándar y la otra agarrando aquellas partituras que la hacen crecer y engrandecerse por dentro (llámense “Pelléas et Mélisande”, “Jenufa” o esta deliciosa “Iphigénie en Tauride” que nos ocupa). Y es que, resultaría cuanto menos inmoral, fullero y seguramente mortal para su futuro, renunciar a las grandes ambiciones artísticas debido a la dictadura de los modelos contables. Cuando lo menos comprometido hubiera sido quizá, empezar la casa por su título más popular (“Orfeo y Eurídice”), la apuesta para que la primera ópera del sedicioso Gluck en representarse en Sevilla sea, sin embargo, la penúltima de sus creaciones teatrales, corrobora el grado de compromiso, de seguridad en uno mismo y de ideas claras que posee el equipo gestor. Los valores artísticos como primer mandamiento.

El bávaro Christoph Willibald Gluck fue el encargado de voltear como un calcetín la estructura y los mecanismos operísticos del siglo XVIII. El carpintero capaz de clavar con puntas el ataúd a la ópera barroca. Tras su huella, el teatro musical ya nunca más volverá a ser el mismo. Se acabaron esas obras diseñadas para el lucimiento exclusivo de un cantante, con Arias da capo emperifolladas e interminables, cuantiosos números de ballet, un coro usado como florero y donde la trama y la dramaturgia carecían de relevancia. ¡Cuánto Mozart puede uno redescubrir ya escondido entre los rincones de esta hermosa “ópera de voces” que es “Iphigénie en Tauride”! Con Gluck, el texto adquirirá al fin la misma importancia que la música. El drama y su progresión narrativa ocuparán ya para siempre la esencia vital de la creación operística.

Y mucho y estilizado drama contuvo la escena del sevillano Rafael Villalobos de su “Iphigénie en Tauride”, ahora más amansado, comedido y menos irreverente, eso sí, que en otras propuestas (como la vista hace un par de años por estos lares en su pasoliniana “Tosca”). Como indica el propio autor en las notas al programa, la acción arranca donde termina precisamente la tragedia preliminar de Eurípides “Ifigenia en Áulide”. Estamos en el backstage de un teatro (terrenos habituales del maestro Robert Carsen). El actor que interpreta al rey Agamenón sentencia a Clitemnestra su lapidario “¡Sé dichosa!”. El telón baja, los aplausos del público se suceden y con la Obertura ya arrancada una bomba caída del cielo destroza su cubierta, precipitándose una gran lámpara del techo.

Igual que sucediera hace ahora tres años, cuando las tropas rusas bombardearon el teatro dramático de Mariúpol segando la vida de más de seiscientos civiles ucranianos, en su gran mayoría mujeres y niños, que buscaban protección de la barbarie entre sus bambalinas. Es aquí, en este demolido templo del arte donde discurrirá la acción (muy física, opresiva y corpórea) ambientada en unos convulsos tiempos de guerra. Rusos (los helenos) y ucranianos (no olvidar que Tauride era el nombre dado a la península de Crimea) enfrentados hasta la muerte con sus armas y uniformes militares.

Villalobos se aferra a la estética del teatro clásico heleno, con colores opacos y oscuros, movimientos estáticos, un fantasmagórico maquillaje (inquietantes Erinias) y un vestuario dominado enteramente por el color del luto. Pese a que no renuncia a su personal universo lleno de violencia, podredumbre moral, desnudez corporal y sexo animalizado, Villalobos está más centrado en plasmar y hacer evolucionar los demonios existenciales, el dolor y la tragedia interiorizada que soportan los personajes, en especial las del huidizo parricida. Un final, falsamente feliz el expuesto, pues los Atridas, como les pasará siglos después al linaje de los Buendía de García Márquez, están condenados a desaparecer de la faz de la tierra.

El sevillano arranca las dos partes en que divide la representación con sendas introducciones teatrales recitadas por actores. Al ya mencionado final de la Áulide de Eurípides del inicio, se le une una escena tétrica y violenta de comida familiar (una mezcla entre “American Beauty” y “La familia Addams”), en el que Clitemnestra acaba rompiéndole el cuello a su esposo al más puro estilo Schwarzenegger. Exagerado y gratuito. Tanto como ese beso (“a lo Rubiales”) que Oreste le endosa en los labios a Pylade y que hace volar por los aires todo el amor fraternal existente en el texto original. Hay que encajar momentos escandalosos (como el rey Thoas olfateando las bragas de una de las sacerdotisas después de sodomizarla) y que llamen la atención del gran público, aunque sea con la ayuda de un torpe calzador. Los inmortales mitos griegos al alcance de cualquier morboso espectador de sobremesa televisiva.

Los combatientes

Pese a que su nacionalidad griega hacía presagiar, al menos, una inevitable conexión emocional, Zoe Zinodi manejó toda la obra con lineales y reiterados gestos y maneras. La ligereza, la contención y el equilibrio formal acabó embadurnando toda su labor, pues su dirección (sin contrastes) fue una continua e interminable rectilínea (sin curva alguna). Siempre sobrevolando la partitura, mucho más atenta a las voces que a la orquesta. Fue incapaz de intensificar o crear alto voltaje en los pasajes más dramáticos y expresivos, aunque, eso sí, regaló momentos de gran belleza sonora en las escenas más líricas, como por ejemplo en el lánguido, envolvente y etéreo final del Segundo Acto, gracias en parte también a la gran labor del Coro femenino del Maestranza que estuvo verdaderamente espléndido durante toda la función (de nuevo, gran trabajo de su director Iñigo Sampil).

La gran triunfadora de la noche fue sin duda Raffaella Lupinacci dando vida a una Iphigénie forjada en hierro. Si ya dejara un gratísimo recuerdo en 2.023 con una soberbia Aldagisa, la mezzo italiana expuso una heroína muy expresiva y de bello fraseo y amplitud, rotundo centro y afelpado registro grave. Estuvo soberbia en los recitativos y admirable en los Dúos (sobre todo los que comparte con su angustiado hermano). Deliciosa en el introductorio “Ô toi qui prolongeas mes jours”, irascible y ágil en “Je t’implore et je tremble” y terriblemente melancólica en el hermosísimo e inolvidable “Ô malheureuse Iphigénie!”. Un poderoso despliegue actoral de fresca y contundente emisión, que devoró sin piedad en escena a las voces masculinas.

El Oreste de Edward Nelson pese a su atlético y helenístico físico, fue más declamado que cantado. El norteamericano se dejó la piel en escena, eso sí, exponiendo el tormento y los remordimientos internos del parricida (conmovedor “Quoi? Toujours à mes voeux”). Con muchos problemas para encarar los sobreagudos, el Pylade de Alasdair Kent, que no dudó incluso en falsetear algunas de las notas más puntiagudas (se le hizo bola).

El ubetense Damián del Castillo regaló un sádico y efectivo rey Thoas de contundente timbre y expresiva fisicidad. Curiosamente, esa broncínea diosa Diana que puede verse en el muelle del Guadalquivir a pocos metros del Teatro, se trasladó eficientemente para finiquitar la representación tomando la forma de los vigorosos atributos vocales de una implacable Sabrina Gárdez. Un peldaño más subido para un teatro que en cada representación no deja de crecer y hacerse mayor.

 

Javier Extremera

 

Sevilla. Teatro de la Maestranza. 15-febrero-2025.

Christoph Willibald Gluck: Iphigénie en Tauride.

Raffaella Lupinacci, Edward Nelson, Alasdair Kent, Damián del Castillo, Sabrina Gárdez.

Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.

Director musical: Zoe Zeniodi.

Director de escena: Rafael R. Villalobos.

 

Foto © Roberto Alcaín

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