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Crítica / “Hombres incautos y bobos” - por Javier Extremera

Sevilla - 23/12/2022

Existe un genial fogonazo de maestría e inteligencia, incluso de temerario riesgo, que reluce fuertemente en la elegante y localista puesta en escena que Emilio Sagi ha recuperado ahora de sus “Bodas de Fígaro” para el Teatro de la Maestranza. Arranca en la escena octava del último acto, cuando el abrumado Fígaro descarga sin contemplaciones su bilis frente al patio de butacas en un recitativo de enorme mordacidad e ironía, marca de fábrica de ese buscavidas que fuera Lorenzo da Ponte, certero buceador de la condición humana. Es justo en ese momento cuando de repente los focos de la sala alumbran hasta hacer visibles las caras de los espectadores asistentes a la función. Mientras tanto, y ante el desconcierto de cierta parte del público, Fígaro nos canta aquello de “los ojos abrid un poco, hombres incautos y bobos, mirad a las mujeres, miradlas cómo son…”.

Y es que, en esas líneas superlativas se ejemplifica a la perfección el espíritu de esta legendaria partitura, pues nadie ha explicado mejor los efluvios afectivos, las idas y venidas, las tormentas y los momentos plácidos, las risas y el llanto, en definitiva, los vaivenes que conlleva siempre la aventura del amor, que no es otra que la aventura de vivir. Mozart y da Ponte nos dejan bien claro quiénes mandan en esto del corazón (o en esto de la vida) y como ellas son los seres más leales, románticos y por supuesto inteligentes y manipuladores surgidos sobre la tierra. Los hombres somos meras marionetas en sus manos, ositos de peluche incapaces de llegarles a la suela de los zapatos en juicio y racionalidad. Son ellas y solo ellas las que hacen girar al mundo, hoy, ayer y en el siglo dieciocho.

Vista trece años después de asistir al estreno en el Teatro Real (con López Cobos en el foso), la escena del ovetense (que por entonces era el mandamás artístico del coso madrileño) mantiene fresca su fluidez, así como la exaltada fragancia dieciochesca.

Sigue siendo efectivo el movimiento de fichas actorales sobre el tablero escénico, en un derroche de gracia, sentimentalismo y humor, remarcando muy bien los estertores de ese Antiguo Régimen cimentado sobre una infranqueable diferenciación de clases sociales. Los amos y los criados. Sagi crea espacios amplios y suntuosos, jugando sabiamente con la luz (que según el acto proviene de un lado u otro del escenario).

Una visión localista y muy hispalense, de marcada influenciada goyesca en la estética y la vestimenta que firma Renata Schussheim. El tradicional y noctámbulo patio sevillano del cuarto acto, con la luna llena moviéndose como impagable testigo, es de una aplastante y bella efectividad estética. Uno siente una punzada en el cuerpo cuando escucha sentado frente al Guadalquivir, lo de “tutta Siviglia conosce Bartolo”, consiguiendo hacer que el público se sienta también parte activa de la escena. Una ópera sobre Sevilla y escuchada en Sevilla.

Y esa superioridad moral y vital del género femenino que reflejan “Las bodas”, también se plasmó en lo vocal, pues del ajustado reparto canoro ellas estuvieron mucho mejor que sus contrapuestos masculinos.

Empezando por la frágil y femínea (a veces excesivamente pizpireta) Susanna de Natalia Labourdette, la gran triunfadora de la noche. Voz cálida y de esmerada línea de canto, de fluido legato como exige la escritura mozartiana, sin dejar de salva guardar las notas más altas. Estuvo estupenda en el aria de la rosa “Deh vieni, non tardar”.

A la Condesa de Carmela Remigio le faltó mayor densidad y volumen. Pese al dubitativo y tirante “Porgi amor” inicial, consiguió remontar y regalar sus mejores momentos en un susurrado y sedoso “Dove sono” de pulcra dicción y rubato.

Cecilia Molinari fue capaz de robarle la cartera escénica a todos los presentes. Su Cherubino es de una acertada gracia y efervescencia. Lástima que sus dos grandes arias fueran rítmicamente algo marciales, casi sin tiempo para poder paladear, como se merece ese suspiro final del maravilloso “E se non ho chi m’oda”.

Con algunos problemas de volumen y emisión, el Fígaro tosco y vocinglero (siempre cabreado) de Alessio Arduini, muy dado al declamado.

Débil y apagado, de endeble presencia y nobleza, Il Conde de Vittorio Prato, que se le escapó de los dedos el emotivo y mágico perdón solicitado a la esposa justo al final de la obra (uno de los más grandiosos momentos que ha dado la Historia de la música). Bien expuesta “La vendetta” del divertido Bartolo de Ricardo Seguel.

El italiano Corrado Rovaris (actual titular de la Ópera de Filadelfia) resultó más efectivo en los momentos apacibles y sosegados que en los tumultuosos. Frío y poco expresivo a veces, al menos consiguió hacer sonar dulcemente a la recortada formación sevillana (por cierto, bien visible con el foso elevado). La serenidad en la concepción, el equilibrio en la forma, la placidez del sonido y el no experimentar ni sacar los pies del tiesto fueron sus mandamientos estilísticos.

Javier Extremera

 

Mozart: Le Nozze di Figaro.

Vittorio Prato, Carmela Remigio, Natalia Labourdette, Alessio Arduini, Cecilia Molinari.

Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.

Director musical: Corrado Rovaris.

Director de escena: Emilio Sagi.

Sevilla. Teatro de la Maestranza.

 

Foto © Guillermo Mendo

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