Hay obras maestras de los grandes genios de la historia de la música que se han ganado con todo merecimiento ese lugar en lo más alto de cualquier ranking de calidad a todos los niveles, y que por consiguiente y dada su capacidad de conquistar los sentimientos más profundos de cualquier melómano, han obtenido esa popularidad extrema que permite que la creación musical en cuestión se programe y se grabe hasta la saciedad, colmando las expectativas de todos los que la admiran, y creando una legión de seguidores y hasta expertos estudiosos de sus cualidades e incluso de cómo debe interpretarse.
Este fenómeno sucede, por supuesto, con la Missa Solemnis de Ludwig van Beethoven, extraordinaria composición que gracias al ciclo ‘Universo Barroco’ del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) pudimos apreciar en su esencia más pura, a través de una interpretación extraordinaria.
Este ciclo nació para que el aficionado a la denominada música clásica fuera normalizando la apabullante corriente historicista como algo habitual en los repertorios barrocos e incluso clásicos, pero no es habitual todavía que una obra de repertorio como la que no ocupa se interprete bajo estos criterios, sobre todo porque las actuales formaciones sinfónicas de instrumentos modernos que dominan el panorama interpretativo y que están presentes en todo el mundo, han favorecido que al consumidor contemporáneo de música le lleguen unos productos ultrapocesados de una perfección sonora y formal que adulteran y enmascaran la esencia de su mensaje artístico, como sucede en la industria alimentaria.
Pero como bien pudimos comprobar en la sala sinfónica del Auditorio Nacional de Música, existen personas asombrosas capaces de despojarse de estas convenciones, regalándonos la verdadera esencia de una música tan extraordinaria como la que ideó Beethoven en las primeras décadas del siglo XIX, y que jamás imaginó la abrumadora popularidad que obtendría dos siglos después.
Thomas Hengelbrock es una de estas personalidades únicas capaz de conseguir una interpretación tan fascinante, expresiva y única capaz de transmitir una emoción tan desbordante. Tengo que confesarles que las lágrimas brotaron de mis ojos en más de una ocasión en esta inolvidable velada, gracias al concurso de los extraordinarios intérpretes reunidos gracias al maestro alemán.
La orquesta y coro que presenciamos en la sala madrileña mostraron unas formaciones más compactas a lo que estamos habituados a encontrar en una formación sinfónica actual, ya en que la Balthasar-Neumann-Orchester la composición de sus cuerdas fue de 11 violines primeros, 10 segundos, 8 violas, 6 violonchelos y 4 contrabajos, pero que no renuncia a la suntuosidad necesaria exigida por el autor.
Los vientos fueron los necesarios para interpretar esta obra, por supuesto, y debo resaltar que su afinación es, en términos matemáticos, inferior a la que puede lograr una orquesta que emplea instrumentos modernos, pero la autenticidad de los colores conseguidos, su carnosidad y humanidad del sonido es tal y tan próxima a lo que el autor buscaba, que debemos preguntarnos si el sonido que hemos conseguido con nuestras formaciones modernas no se ha vuelto, y vuelvo al símil gastronómico, una preciosa fruta reluciente y perfecta que carece del sabor original que la madre naturaleza otorgó.
La misma cosa sucede con la cuerda. El empleo de cuerdas de tripa en los instrumentos no permite alcanzar la perfección que las grandes secciones de nuestras orquestas han logrado, pero la capacidad expresiva que permiten lograr sus arcos y cuerdas es tan natural y cercana a la voz humana, y tan comedida en sus decibelios que resulta ideal para abordar una obra en la que el factor vocal es tan fundamental. Podemos destacar las dificultades tan extremas que tuvo que sortear el concertino, Pablo Hernán Benedí, en la interpretación de su fastuoso solo en el Benedictus, ya que encontrar un centro tonal estable en un registro tan extremo como el ideado por la genialidad de Beethoven para su parte, a unas alturas de concierto, transcurrida ya más de una hora, es en la práctica imposible, pero la poesía sonora que logró junto a la joya creada por el compositor junto a solistas, coro y orquesta es uno de esos momento que logra un torrente infinito de emociones tanto para los músicos como para el público.
El viento metal fue contundente, brillante y estuvo hermosamente interpretado equilibradamente, sin el excesivo peso sonoro que obtiene en los conjuntos modernos, permitiendo que el balance global sonoro fuera más comedido.
Pero abordemos uno de los aspectos centrales de la Missa Solemnis: el coro. Con una plantilla de unas quince personas por sección, algo que no creería ningún componente de alguno de nuestros coros profesionales, que lamentablemente no se hallaba rastro alguno de su presencia entre los asistentes, la formación vocal dio toda una lección magistral de cómo abordar una obra tan exigente y extrema. Debemos destacar la labor de su preparador, Frank Markowitsch, ya que el resultado fue asombroso. La concepción que Hengelbrock plantea como interpretación de la magistral pieza se basa siempre en el tratamiento del texto como base fundamental de cualquier fraseo, lo mismo que el creador de la obra planteó. Esto consigue que el resto de intérpretes estén al servicio de quien posee el núcleo primigenio de la composición, ya sea coro o solistas vocales, obteniendo finalmente una interpretación orgánica al más alto nivel, tanto en el desarrollo melódico, como en el equilibrio sonoro, puesto que cualquier miembro de la numerosa formación será siembre un leal compañero de aquél que posea el texto musical. La expresión del mensaje que Beethoven creó es de esta manera tan extraordinaria como transparente. La articulación y las dinámicas se convierten de este modo en unos complementos que perfeccionan lo anteriormente descrito.
Como cualidades técnicas del Balthasar Neumann-Chor destacaremos la absoluta conjunción y equilibrio sonoro conseguidos, así como una afinación exquisita. Esto permitió que la complejidad de esta partitura pasara desapercibida para el público, puesto que las dificultades técnicas se encontraban superadas en todo momento. Asimismo, los persistentes momentos de unísonos entre distintas cuerdas fueran de una perfección absoluta.
Pero debemos decir que el registro extremo de la escritura vocal no fue dificultad aparente para el discurso musical expresivo del conjunto de la obra, aunque podemos destacar momentos realmente memorables de la velada, como el empaste absoluto de las cuatro cuerdas que componen el coro, en donde sopranos y tenores tienen momentos de agudos persistentes, muy complejos técnicamente, que sonaron siempre naturales, relajados y controlados.
Otro de los aspectos que me gustaría destacar es la asombrosa disciplina conseguida por Thomas Hengelbrock, tanto en la orquesta como en el coro y siempre desprovisto de batuta, con gesto natural y en absoluto exagerado, en cuanto al rango dinámico, puesto que es algo habitual cuando nos encontramos ante un pasaje agudo, tenso, rápido, y muy complejo es que se interpreta con una falta de concentración hacia cómo debe ser el matiz sonoro. Así, todo corre el peligro de convertirse en una masa sonora fuerte y descontrolada. En el concierto esto fue una de las cualidades más sorprendentes de todos los intérpretes. La exquisitez de los pianos, de los pianissimos, por muy agudo que fuera su escritura, o por muy complicada que fuera su estructura, se encontró el modo correcto de ordenar su estructura y de destacar mediante la articulación y la capacidad de la expresión de en los fraseos, basados siempre en las sílabas tónicas del texto.
El cuarteto vocal solista fue otra de las joyas de la velada. A sus cualidades individuales debemos de añadir dos aspectos excepcionales y de los que Hengelbrock fue su artífice sin duda alguna. El primero fue el trabajo de cuarteto vocal de cámara de los solistas, que en ningún momento trataron de imponerse el uno sobre el otro y que, pese a su dificultad técnica, se logó su completa conjunción. El segundo aspecto admirablemente logrado fue lograr que el cuarteto solista funcionara en los momentos en que dialoga junto a coro y orquesta, funcionara como si fuera un primer coro que dialoga junto al gran coro, asemejándose así a las composiciones policorales barrocas de las que sin duda bebió Beethoven. De este modo las complejas texturas que casi siempre son imposibles de escuchar correctamente en una interpretación práctica, sonaron ordenadas, coherentes y lógicas.
La soprano Regula Mühlemann nos regaló los oídos con cada intervención suya. Su poderosa voz, de impecable técnica y prístino sonido iluminaba la sala cada vez que intervenía. Pero su compañera Eva Zaïcik no le fue a la zaga. Su bellísimo timbre, y su exquisitez en cada primorosa intervención suya producían constante admiración entre los asistentes. El tenor Julian Prégardien deslumbró asimismo con su hermosa voz y su facilidad en todo el registro, mientras que la asombrosamente oscura voz del bajo Gabriel Rollinson completó fantasiosamente la paleta de colores del espectro sonoro de un modo espléndido.
En definitiva, una interpretación que difícilmente se olvidará de una de las grandes obras maestras de la historia de la música. Los afortunados asistentes, entusiasmados, despidieron a todos los músicos asistentes con una emocionada ovación.
Simón Andueza
Regula Mühlemann, soprano, Eva Zaïcik, mezzosoprano, Julian Prégardien, tenor, Gabriel Rollinson, bajo.
Balthasar-Neumann-Chor, Balthasar-Neumann-Orchester / Thomas Hengelbrock, director.
Missa Solemnis en re mayor, op. 123, Ludwig van Beethoven (1770-1827)
Ciclo ‘Universo Barroco’ del CNDM.
Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música, Madrid. 9 de marzo de 2025, 19:00 h.
Foto © Elvira Megías