A la exultante jornada inaugural del 72º Festival Internacional de Santander le siguió otra de muy distinto signo, pero de mayor jerarquía artística, con la Chamber Orchestra of Europe, Daniel Harding a la batuta y un programa de menos atractivo para el público -pero muy bien concebido- en los atriles: la Obertura Coriolano y la Cuarta Sinfonía de Beethoven, que abrieron y cerraron respectivamente la velada y, entre medio, la Cuarta Sinfonía y la suite Pelleas y Melisande de Sibelius en acertado contraste.
Resaltar las virtudes de cada sección de una orquesta como ésta -de corta vida (1981) comparada con las grandes formaciones históricas, pero forjada por directores de la talla de Abbado, Harnoncourt, Haitink o, más recientemente, Nézet-Seguin- resultaría inútil y prolijo. Dejemos apuntado que todas sonaron con brillantez y perfecto empaste y centrémonos en la labor de Harding, cuya indiscutible categoría quedó de manifiesto desde los oscuros acordes iniciales de una Obertura Coriolano (7’50’’) de factura impecable.
Allí advertimos, felizmente logrados, esos ataques secos que Toscanini se desesperaba por conseguir: violentos latigazos, auténticos fogonazos en la revuelta del guerrero contra su patria. Con gesto parco y preciso, Harding supo darle ese aliento épico que, construido sobre un primer tema agobiante y un segundo de armonías consoladoras perfectamente expuestas, emparenta esta obertura con el celebérrimo primer movimiento de la Quinta.
En la Cuarta, como cabía esperar, las sensaciones fueron muy distintas: Harding dibujó esa “grácil joven griega” (Schumann) en sus proporciones clásicas, desnuda del agonismo heroico y el trágico pathos anterior, con un movimiento de muñeca que nos recordó a su maestro Abbado y una mano izquierda que restaba protagonismo a la batuta. Los tiempos ligeros (11’21’’, 9’37’’, 5’26’’ y 6’30’’) fueron un elemento expresivo fundamental para comunicar el impulso y la vivacidad juvenil que atraviesan sus cuatro movimientos, pero no el único: una sólida base rítmica y texturas diáfanas llenaron de una luz natural y positiva lo que antes habían sido sombras.
Hablo de sombras, aunque para referirnos a Pelleas y Melisande (26‘53’’), quizás sería más acertado hablar de colores oscuros, tenebrosos, casi siniestros que cobraron vida donde solo había sonidos; tan elegante, tan sugerente resultaba la mímica de Harding y tan inexorable su discurso, que se diría que lo que escuchábamos era exactamente lo que el director quería mostrarnos, como, por ejemplo, en el solo de oboe que representa a Melisande en el segundo movimiento.
No ocurrió así o, al menos, no con la deseada intensidad en la Cuarta de Sibelius (10’38’’, 4’50’’, 12’13’’ y 9’36’’), antítesis de la sinfonía mahleriana, drama disonante que tiene el meollo en su audaz tiempo lento. No le faltaron temple, nervio ni contundencia a Harding cuando fue preciso, pero sí hubiéramos deseado un punto más de calma. En cualquier caso, fue una larga noche de música sinfónica de muy alta calidad a la que pronto seguirá otra con la Sinfónica de Castilla y León, Juanjo Meno y la simpar Midori.
Darío Fernández Ruiz
72º Festival Internacional de Santander
Chamber Orchestra of Europe.
Daniel Harding, director.
Sala Argenta del Palacio de Festivales.
Foto © Pedro Puente