Un programa difícil, sin duda, con unas música técnica y conceptualmente complicadas, pero también un programa de enorme lucimiento. La noche prometía. Y se quedó en promesa. Todo comenzó con Ligeti, el mayor -para mí- compositor de la segunda parte del XX (y -para mí- en duelo con Schoenberg como mayor compositor del XX en general).
El dominio del lenguaje sonoro que poseía este hombre fue titánico, igual que su inquietud por la exploración, lo que, unido a su sincero humanismo, replanteó conceptos tradicionales como tiempo, espacio, belleza, coherencia... El triunfo de Ligeti no sólo se encuentra en sus obras, magistrales, sino también en conseguir descolocar al público incluso décadas después de su paso por el mundo.
Buena parte del auditorio no tragó bien Lontano, una de las obras que mejor definen el saber del creador; no se abucheó, claro que no, pero sí que el ambiente se llenó de cuchicheos y frotamientos contra las banquetas durante los 11 minutos que dura la pieza. En fin, que todavía existe gente tan rancia que se incomoda con clásicos. Porque Lontano es ya un clásico, por supuesto. Y como tal hay que cuidarlo.
El problema no fue la simpleza de algún oyente, sino la falta de cuidado sobre el escenario. El sonido no fue desagradable en absoluto, y esto se debe a la calidad tímbrica y técnica que la OCNE ha alcanzado desde hace unos pocos años, pero faltó leer en horizontal y en vertical. No se paladeó ninguna de las masas sonoras conseguidas por el autor. No se cinceló el movimiento de ninguna línea dentro de esa micropolifonía tan característica de Ligeti ni hubo dirección hacia ningún lado. Dos matices, mp y f, monopolizaron el noventa por ciento de la ejecución, y apenas hubo nada en medio ni por encima ni por debajo. Todo esto, obviamente, es responsabilidad del director, Vasili Petrenko, que ni tendió a una lectura emocional ni a una aséptica. Los instrumentistas parecieron más atentos a entrar cuando les señalase el director que a bucear en sus pentagramas.
Tras este comienzo, llegó la transición, sin música ni nada, pero también significativa del ritmo de la velada. El montaje requerido para la obra posterior implicaba amplios cambios sobre las tablas, y se realizó con lentitud y caos. Tal vez habría que pensarse mejor el orden de los programas o las programaciones en sí o, directamente, los movimientos de tramoya. Además, pudimos ver cómo algunos de los músicos bajaban directamente del escenario para sentarse en el patio y convertirse en público. Lo siento mucho, pero los espectáculos tienen (o deberían tener) un componente catártico, y que los propios “chamanes” rompan la cuarta pared convierte un concierto en un acto administrativo. Dejar sillas apiladas a ambos lados del escenario tampoco ayuda.
Tras la mudanza desastrosa, llegó Adams. Los norteamericanos cultivan bastante el minimalismo para ser modernos sin tener que ser progresistas (ni, mucho menos, revolucionarios). Claro que no se trata de un minimalismo como el practicado, por ejemplo, por Ligeti, tras una búsqueda de la esencia, sino de otro hjo de la posmodernidad, coqueteando con las sonoridades conservadoras y atesorando gestos igual que en el mundo capitalista se atesora de todo en un movimiento rutinario, de rueda de hámster. En el caso de esta obra, Absolute Jest, se toma un poco de aquí y de allá de Beethoven para menearlo y además quedar gracioso. Una estafa para hipsters, prácticamente. No obstante, la pieza puede resultar enormemente lúcida para la orquesta, ya que Adams emplea un gran efectivo que necesita de coordinación eficaz (demasiada fanfarria para lo que es).
El director, sin embargo, continuó en su línea de matices poco interesantes e instrumentistas con los ojos clavados en él. ¿Fue todo un desastre? No, por suerte, no. Allí estaban los miembros del Cuarteto Quiroga para salvar estos minutos de la jornada. Escuchándolos, uno comprende por qué se trata de una de las formaciones camerísticas principales del país. Y también cómo hay que enfrentarse a todo tipo de músicas. Su parte solista fue defendida no sólo con una técnica formidable, sino rebosando expresividad (incluso una expresividad que ni tiene la partitura); y jugando entre ellos (el director estaba por allí, sí, moviendo la batuta, pero los Quiroga estaban con los Quiroga). Tras el Adams, la propina. Lo mejor de la noche.
Aitor Hevia, Cibrán Sierra, Helena Poggio y Josep Puchades regalaron el movimiento lento del último cuarteto beethoveniano (una de las páginas que Adams había fusilado); una interpretación llena de emoción e intimidad. Y volví a creer en la esperanza.
Llegaba Strauss con su Zaratustra. ¿Qué podía salir mal? Bueno, se tocaron todas las notas, es verdad, sin fallos. Pero el problema es que se tocaron todas las notas y no se escuchó ninguna. No hubo acordes, sino manchurrones sonoros, el material temático no se desarrolló con limpieza e incluso algunas familias fueron ahogadas por sus compañeros en momentos en que debían escucharse y la espectacularidad se convirtió en sonido basto (sí, con b). No resultó trágico, ni una tomadura de pelo. Los intérpretes y el director no se estaban riendo de nadie ni mucho menos, pero hay noches que se tuercen y no remontan. Y creo que todos los protagonistas fueron conscientes, de ahí que los saludos finales fueran rápidos, nerviosos y con ciertas sonrisas tensas en los rostros.
Juan Gómez Espinosa
Cuarteto Quiroga, Vasili Petrenko (dirección), Orquesta Nacional de España.
Obras de György Ligeti (Lontano), John Adams (Absolute Jest, para cuarteto de cuerda y orquesta) y Richard Strauss (Así habló Zarathustra, op. 30, TrV 176).
OCNE. Ciclo Sinfónico. Temporada 2022/2023.
18 de febrero de 2023, Auditorio Nacional de Música (Sala Sinfónica).