Esa anti ópera indescifrable que es la hipnótica y laberíntica Pelléas et Mélisande, partitura atemporal y revolucionaria (tanto que hoy, a ciento veinte años del estreno, aún hay aficionados que aprovechan el descanso para poner pies en polvorosa), es una de esas obras de arte que agigantan a aquellos teatros que se atreven a incluirla en sus programaciones, algo que delata a primera vista la evolución y madurez artística que va alcanzando -año tras año- el coso que linda con las aguas del Guadalquivir (ya la ofreció en 2004 en versión concierto). Y si encima, tras ese reto que supone para todo el personal de un teatro alzarla sobre sus tablas, resulta que la conjunción de elementos da como fruto una representación tan sobresaliente e inolvidable como la ofertada por el coliseo sevillano en sus tres funciones, logran que juntos hayan podido alcanzar una de sus personales cumbres artísticas.
Y hubo tres causantes para que la cita operística entrara a formar parte de la historia viva del Maestranza. La primera, la propuesta escénica de Willy Decker, un trabajo turbador y magistral que busca siempre la esencia y la pureza, sin artificios, estricta y precisa, cargada de sencillez y limpieza, dando de lado a todo lo accesorio y superficial. La otra, el trabajo desde el podio del casi nonagenario Michel Plasson, que ofreció una clase magistral de dirección (como si volcase en ella todos sus años de oficio), pues se nota a leguas el amor y devoción que siente por esta escurridiza partitura. Y por último y para engarzar el broche de oro, el estupendo y equilibrado reparto en el que sobresalió la reluciente soprano Mari Eriksmoen.
El brujo Decker
Estrenada en la Ópera Estatal de Hamburgo en 1999, se esperaba con impaciencia la propuesta de uno de los gigantes de la dirección escénica del presente, como es el alemán Willy Decker, maestro de la alegoría y la sugestión, al que le va como anillo al dedo la ambigüedad y el fuerte carácter enigmático que representa una obra eterna como es Pelléas.
Decker propone una escena circular e inspiradora, de una belleza plástica embaucadora y apabullante, donde el vacío y los colores neutros (sobre todo el blanco) personifican la transparencia, la nada y la pureza de unos personajes que acaban pululando más por el subconsciente psicológico del espectador que por ese mundo real y medieval que exige el libreto.
En sus planteamientos formales recuerda bastante a aquella mítica Traviata salzburguesa (2005), aunque allí en vez de un agujero todo gravitaba alrededor de un mortuorio reloj. Sin apenas elementos crea una atmósfera de cuento de hadas, embriagadora y ensoñadora, repleta de sugerencias y elegancia, que se va transformando levemente según la acción y los diferentes estados de ánimo de los personajes.
Como si de un kubrickiano monolito se tratara, un enorme y oscuro orificio domina todo el acristalado escenario, que es capaz de dar vida tanto a un húmedo pozo como a un gélido lecho matrimonial. Estéticamente sustentado en lo estático y geométrico, Decker plantea una dramaturgia eminentemente psicológica (a veces parece que estamos dentro de una obra de Chéjov con sus sillones en forma de freudianos divanes), regalando momentos inolvidables para la vista como por ejemplo cuando Pelléas se deja atrapar -cual tela de araña- por los cabellos de su amada (qué explosión sensual de puro teatro) o la intensa escena en que el pequeño Yniold espía a los amantes desde la ventana junto a su padre, donde lo imaginado suplanta magistralmente a lo real.
Entre las licencias que se permite Decker, que no consiguen devaluar el superlativo resultado final, está la de hacer visible al invisible padre de Pélleas (echando mano de un actor) o la de sustituir la mortífera espada que termina con la vida del joven amante, por una fuente en la que es salvajemente ahogado, en un momento de tremenda fuerza teatral. Soberbios el trabajo majestuoso de iluminación de Hans Toelstede (qué forma de esclavizar los sentidos) y la envolvente escenografía de Wolfgang Gussmann, colaboradores habituales de Decker.
San Michel Plasson
Pelléas está repleta de afiladas espinas musicales, que exige para empezar un director-inventor que tenga altas dosis de afecto y devoción (casi religiosa) por la partitura. De esos de creerse ciegamente todo lo que se lee sobre el papel. Además, requiere de un sabio conocedor de las gamas y resortes orquestales (a ser posible también de los usos y maneras de la música francesa) y una curtida batuta que obre el sortilegio de hacer fluir la música y descifre de forma natural la complicada prosodia vocal debussiana, prodigio entre los prodigios del teatro musical del siglo pasado.
Y es que Plasson consiguió frotar y alisar las texturas hasta hacer que la agrupación andaluza sonara de manera clara, delicada y exquisita, con una milagrosa diversidad y colorido sonoro. Entregado y atento a cada detalle, descaradamente impresionista, llegando a crear música hasta con los silencios, dotó a la obra de una subyugante ingravidez necesaria para llegar a conseguir su irreal atmósfera. Resaltar el impagable trabajo de la sección de cuerda, sedosa y envolvente durante toda la representación. Muy bien las maderas y en especial la fastuosa aportación del estupendo corno inglés de la formación.
La muchacha de los cabellos de lino
Del reparto destacó soberanamente la noruega Mari Eriksmoen, una bella voz que surgió del frío y que entregó una estilosa Mélisande de emisión vistosamente proyectada, repleta de dulzura, seducción e inocencia. Delicada y lírica, de pulcro centro y naturales agudos, para una interpretación que perdura en el tiempo.
Edward Nelson (poseedor de un timbre capaz de escalar sin problemas los difíciles agudos) es un Pelléas juvenil e impulsivo, enamorado e inocente. Estuvo fabuloso en la escena de la torre, envolviendo su voz bajo el velo que simulaba el cabello de la amada.
Arrojo y volumen para el Golaud de Ketelsen (mejor actor que cantante) con un bello registro grave de barítono dramático que rezuma una emocionante humanidad (él protagoniza los momentos más acongojantes de la función). Controlando siempre la acción (sin caer en el histrionismo), estuvo soberbio en la escena del espionaje en la ventana junto a su hijo y nos cortó la respiración en la chapoteada escena del crimen. Supo transmitir muy bien la tensión y los celos del personaje.
Pese a los decibelios que alcanza, el rey Arkel de Jérôme Varnier es discreto, pues carece de una voz agraciada. Además, en vez de narrar vehementemente, cayó por momentos en la salmodia.
Bien el Yniold de Eleonora Deveze en el cuadro de los corderos y muy solvente la Geneviève de Marina Pardo en la escena de la carta. Inolvidable también la breve aparición del coro. En definitiva, una noche gloriosa para salvaguardar en las vitrinas de la historia moderna del foso sevillano.
Javier Extremera
Debussy: Pelléas et Mélisande.
Edward Nelson, Mari Eriksmoen, Kyle Ketelsen, Jérômen Varnier, Eleonora Deveze, Javier Castañeda, Marina Pardo.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.
Director musical: Michel Plasson.
Director de escena: Willy Decker.
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 26-Marzo-2022.
Foto © Guillermo Mendo