A la edad de 13 años, Pau Casals encontró la partitura de las Suites de Bach de manera casual en una tienda de música de la calle Ample de Barcelona. La edición que encontró Casals se basaba en el manuscrito de Anna Magdalena Bach, pero llena de cambios. El documento no tiene indicaciones de tempo ni dinámica, y se desconoce si el original las tuvo. Lo que sí contiene son unas indicaciones de arco, probablemente copiadas del original. Casals recomendaba el uso de este manuscrito, por ser la fuente más próxima a la original y para alejarse de las indicaciones de los editores, que bajo su punto de vista no ayudaban a los intérpretes. Se resistía personalmente, y así instaba a sus alumnos, a la tendencia a atarse inextricablemente a concepciones previas, por profundas que estuviesen. Casals tocaba una suite diferente cada día de la semana, repitiendo la número uno los domingos, por ser esta su favorita.
Con esta breve introducción inició la velada del pasado jueves el cellista Gautier Capuçon en la sala de cámara del Auditorio Nacional en un concierto del Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM). Tras sus palabras, sobrevino como pendiendo de un fino hilo, el Cant dels ocells, como breve homenaje a las víctimas de la guerra en Ucrania. Inmediatamente después, sin aplausos de por medio, entró el preludio de la suite número uno de J. S. Bach con la que fue deshaciéndose esa circunspección en la que se había sumido la sala. Capuçon arrastraba las notas haciéndonoslas desear antes de dárnoslas. A través del preludio, es como Bach, se dice, entró en contacto con el violoncello: las primeras cuerdas al aire, el primer dedo, y cómo se construye desde ahí hacia lo complejo del movimiento, demuestran cómo el compositor empezó a dominar el lenguaje del instrumento. La energía arrolladora de la courante nos embistió como si quisiera escaparse del cello. Después, como buscando acariciar cada uno de los afectos que son capaces de aflorar en el ser humano, Capuçon dejó resbalar las notas todavía más que antes, como si el arco, impregnado de alguna sustancia caprichosa, no quisiera dejar de hundirse en las cuerdas del instrumento. Los minuettos rebosaron frescura desde el principio rozando matices extremos que volvieron a sumir al auditorio en un concentrado silencio.
En 1976, Mstilav Rostropovich pidió a doce compositores una obra en homenaje a Paul Sacher, mecenas y director de orquesta, con la condición de que la obra contuviera en su motivo principal la transcripción en la notación alemana del apellido Sacher: mi bemol, la, do, si, mi y re. El francés Henri Dutilleux compuso para la ocasión Trois estrophes sur le nom de Sacher, una obra en la que el cello debe modificar su afinación bajando la cuerda de do a si bemol y la de sol a fa sostenido. El controlado virtuosismo de Capuçon se dejó ver en la interpretación de la pieza, con una destacable fuerza en los dedos de la mano izquierda, que se oían repicar en la madera desde la última fila. La respiración del músico iba al compás del carácter apasionado del allegro, calmándose brevemente en el adagio para volver a su exaltación en el tercer movimiento.
Al término de la obra, el músico dio la bienvenida al pianista Kim Bernard, laureado de este año por su reciente fundación, Fondation Gautier Capuçon. Esta tiene como objetivo ayudar a los jóvenes músicos no solo económicamente, a través de becas que faciliten su acceso a los estudios, sino también cediéndoles el tiempo y el espacio en conciertos de artistas experimentados y promoviendo la grabación y edición de un primer álbum. El del joven Bernard, de 22 años, saldrá en junio de este año. Como pequeña muestra de su talento, interpretó una fuga de Bach y par de piezas cortas de Debussy que no nos dejaron indiferentes.
Para cerrar la velada, Capuçon tocó la sonata para cello solo en si menor op. 8 de Zoltán Kodály, una de las obras más difíciles del repertorio cellístico. Si bien en un principio, y concretamente en los primeros acordes, se echó de menos una fuerza menos pulcra y pulida y más descontrolada, y las notas agudas precedidas de saltos en el mástil parecieran llegar con miedo a su destino, hacia la mitad de la pieza el sonido fue engrosándose. Durante el segundo movimiento, las notas graves recordaban el ronroneo de una voz ronca quizá latente en el folklore de los confines de Hungría, el cual terminó de resurgir en los ritmos e intervalos del tercer movimiento.
Como regalo de despedida el cellista tocó una composición para cello solo de uno de sus alumnos, Javier Martínez Campos. Una obra inspirada en los olores, perfumes y especias que, sin duda, nos transportaba a través de la música, y como en una sinestesia, al desierto más profundo o a los bailes de sedas de Arabia.
El concierto se llenó de sorpresas y ánimos de todos los colores. Capuçon se mostró cercano, presentando las piezas y lo que estuviera por venir de viva voz. Nos mantuvo despiertos y nos demostró cómo desde el podio también se puede, y se debe, dar voz a los jóvenes músicos que en unos tiempos tan difíciles como los que actualmente vive la cultura, siguen luchando por sus sueños.
Alicia Población
Gautier Capuçon
Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM).
Auditorio Nacional, Madrid
Foto © Rafa Martín