El destino, que en su día reservó al Orfeo de Monteverdi el lugar de privilegio en la historia del que hoy disfruta, quiso que su estreno en el Festival Internacional de Santander también quedase recogido en los anales de la capital cántabra al darse en el más caluroso de la suya. Anécdotas aparte, el desembarco de la Cappella Mediterranea, el Coro de Cámara Namur y Leonardo García Alarcón en la bahía santanderina no pudo ser más feliz ni su éxito más rotundo, algo que no sorprendería a los aficionados informados del que cosechó el director argentino a su paso por el Teatro Real con el mismo cometido.
A diferencia de entonces, García Alarcón, tan acreditado en este repertorio, contó con el conjunto instrumental que él mismo creó en 2005 y, en el elenco vocal, con alguno de sus colaboradores más habituales, lo que sin duda redundó en el aplaudido y vitoreado resultado final. No fue para menos, aunque se ofreciera, como ya ocurrió con Las bodas de Figaro dirigidas por Marc Minkowski el año pasado, en versión concierto dramatizada.
Paradójicamente, puede que ahí se encuentre una de las razones de ese éxito, pues, privados de lo accesorio, intérpretes y público pudimos centrarnos en lo esencial: la unión entre la palabra y la música. Una unión que, como es sabido, alcanza con Monteverdi y su recitativo dramático una dimensión nueva, un grado de intimidad desconocida que produce en quien lo admira ese asombro, esa emoción, ese estado de perplejidad de cuya consecución los artistas barrocos harían su caballo de batalla en lo sucesivo.
Para ello, para sumir en ese trance al público, Alarcón y los suyos no escatimaron ningún recurso a su alcance, comenzando por la propia sala -desde cuyo patio de butacas y vomitorios adyacentes instrumentistas y cantantes intervinieron en repetidas ocasiones-, pasando por la iluminación, eficacísima cómplice en la creación de distintas atmósferas, y concluyendo, claro está, con un quehacer musical y actoral de alto nivel.
En el primer apartado, no esperábamos menos de la ejemplar Cappella Mediterranea y del Coro de Cámara Namur, teniendo en cuenta sus respectivas trayectorias, ni de Valerio Contaldo, a quien pudimos escuchar hace ya unos años dirigido por Marc Minkowski y que deslumbró no ya por la nobleza y carnosidad del timbre o la transparencia de su dicción, sino también por la elocuencia de su canto. No es que sea un actor resuelto -que lo es- sino que además exhibió una capacidad inverosímil para colorear la frase más inocente, para ralentizar o acelerar el tempo y así adecuar el valor de la nota al concepto de las palabras.
La sorpresa -si es que cabe calificarlo de tal- fue para mí comprobar que el resto del elenco se desempeñaba a un nivel interpretativo muy parejo, tanto en lo actoral como en lo puramente canoro. Llamaron particularmente mi atención Mariana Flores (Euridice y La Música), Coline Dutilleul (Messaggiera) y Alessandro Giangrande (Apollo), verdaderos maestros cantores, dominadores tanto del canto austero desprovisto de cualquier adorno, como del melismático y florido cuando la emoción lo requería.
Ahí radica el misterio: en saber qué es lo que pide cada palabra, cada frase, cada momento y ser capaz de transmitirlo. Pocas veces nos ha sido dado, en fin, asistir a su revelación, pero la interpretación de anoche, ejemplo perfecto de ese recitar cantando que no es la esencia de Orfeo sino de todas las óperas, fue una de ellas.
Darío Fernández Ruiz
72º Festival Internacional de Santander
Cappella Mediterranea, Coro de Cámara Namur, Leonardo García Alarcón (director)
Sala Argenta del Palacio de Festivales de Cantabria
Foto © Pedro Puente