La temporada de Ibercàmera, la 41 ya, no podía haber empezado mejor. Lo hizo el pasado 11 de noviembre con un concierto protagonizado por una orquesta, un director y un solista que probablemente carezcan del relumbrón mediático de otros, pero cuya calidad está fuera de toda duda. La orquesta era la Filarmónica de Helsinki, una formación con un sonido redondo, diáfano y perfectamente empastado, que, además, cuenta con una sección de cuerda excelsa. Al frente de ella, la experimentada batuta de su titular, Jukka-Pekka Saraste, y como solista, un pianista de personalidad arrolladora, como es Nelson Goerner.
El concierto se abrió con una obra fuera de programa, con la que orquesta y director quisieron rendir homenaje a las víctimas de Valencia causadas por la dana: el Nocturno de la música incidental de El festín de Baltasar de Sibelius. Se trata de una miniatura en la que la flauta (impecable la solista Niamh McKenna) entona, discretamente arropada por la cuerda, una melodía sentida y de ecos sutilmente orientales.
De la contención de esa partitura se pasó a ese tour de force que es el Concierto para piano n. 3 de Rachmaninov. Nelson Goerner lo afrontó sin red de seguridad, sin complejos, atacando su pirotécnica escritura con una bravura feroz y suicida en los clímax y la cadencia (las manos volaban sobre el teclado a una velocidad vertiginosa), pero haciendo gala a la vez de una pulsación precisa, diáfana. Mas su versión no solo destacó todo lo que de virtuosístico tiene la obra, sino que resaltó también ese calor, ese vuelo melódico de cuño apasionadamente romántico que Rachmaninov imprimía a sus obras y que en esta se apunta ya en sus primeras notas y, especialmente, en el segundo tema del Finale: Alla breve.
Si la interpretación del pianista fue memorable, otro tanto hay que decir de la de Saraste. Su forma de dirigir es bastante personal, sobre todo por el uso de una mano izquierda que matiza o intensifica cada ataque, redondea y modela el sonido. Consigue así una lectura que sorprende por su organicidad y plasticidad, en la que todo está en su sitio, pero nada es previsible.
Saraste volvió a demostrarlo en la Sinfonía n. 2 de Sibelius. Para los finlandeses, el compositor es su gloria nacional. Han tocado sus obras infinidad de veces, lo que podría dar lugar a ciertas rutinas, tanto por parte de la batuta como de la orquesta. Pero no fue ese el caso: su lectura llevó al extremo lo ya apuntado en Rachmaninov. La familiaridad de Saraste con esta partitura es absoluta, la conoce hasta sus más ínfimos detalles, por lo que, junto con una orquesta no menos familiarizada con ella, fue a buscar su esencia. Así, todo, desde los temas hasta las gradaciones dinámicas, pasando por las líneas secundarias y los ataques, fue introducido y modelado a un nivel de detalle abrumador. La sensación era de control absoluto por parte de la batuta, pero sin que ello se tradujera en rigidez, al contrario: la orquesta, y con ella la música, respiraba, fluctuaba, se metamorfoseaba con una naturalidad pasmosa, pasando de lo masivo a lo intimista, de lo contundente al susurro, a lo que se añadía el vuelo extraordinariamente vívido desde el punto expresivo con que los diferentes temas eran expuestos y desarrollados hasta la apoteosis final. La de Saraste fue, en definitiva, una versión orgánica, como lo es también la propia arquitectura de esa sinfonía.
Como propina sonó el inevitable Finlandia, también de Sibelius, del que se escuchó una lectura tan rotunda como exultante. Un excelente broche para un magnífico concierto.
Juan Carlos Moreno
Nelson Goerner, piano.
Orquesta Filarmónica de Helsinki / Jukka-Pekka Saraste.
Obras de Rachmaninov y Sibelius.
L’Auditori, Barcelona.