Verdi no está de suerte en las últimas producciones que de sus obras ha presentado el Gran Teatre del Liceu, al menos en lo que a la concepción escénica se refiere. Pasó en ese Il trovatore ambientado en la Primera Guerra Mundial o en el Macbeth que su creador, el escultor Jaume Plensa, afirmaba que iba a ser todo un hito.
Este Un ballo in maschera que pudo verse el pasado 14 de febrero no cambia la tendencia. Producido por el Teatro Regio di Parma, el encargo recayó originalmente sobre Graham Vick, quien trabajó en él hasta su muerte en 2021, en plena pandemia de coronavirus. Su asistente Jacopo Spirei asumió entonces la responsabilidad de completar su labor.
La propuesta de Vick-Spirei parte del propio título de la obra, de modo que lo que prima en ella es la idea de la máscara y el disfraz. Es así desde que empieza a sonar el preludio, o incluso desde antes, pues, mientras el público ocupa sus localidades, se ve en escena un gran catafalco y gente que va entrando para rendir homenaje al difunto. Todos van de luto, pero en el fondo no dejan de ir disfrazados, toda vez que hay hombres que visten suntuosos ropajes femeninos y mujeres con levita y chistera. A medida que avanza la obra, esos disfraces van haciéndose cada vez más y más presentes hasta culminar en la escena final, la del baile de máscaras, en la que, curiosamente, los únicos que no van disfrazados son los protagonistas, más allá de un minúsculo antifaz. Los disfraces, por supuesto, tienden a lo que hoy se llama queer, lo que casa mal con unos protagonistas vestidos a la moda decimonónica y unos criados a lo dieciochesco.
La escenografía de Richard Hudson, creador también del vestuario, es simple, dominada como está por el catafalco, una presencia redundante además de pesada visualmente. La escena se completa con unas cuantas sillas de madera, una plataforma giratoria que permite mover el catafalco y un fondo semicircular en el que se abren varias puertas. Nada más. La iluminación de Giuseppe di Iorio solo en contadas ocasiones logra aportar algo de atmósfera.
Mas el gran problema de la producción es que reduce la esencia romántica e incluso política de la obra a un vodevil en el que la acción principal es lo de menos. Es cierto que la música de Verdi pasa de lo cómico a lo trágico sin apenas transición, pero el fondo es dramático y eso aquí se pierde. Valga como ejemplo la segunda escena del acto primero, introducida por unos violentos acordes de la orquesta: el misterio que sugiere la música no se ve reflejado sobre el escenario, transformado en una especie de cabaret poblado por personajes disfrazados que se mueven convulsamente.
Por otro lado, los directores de escena introducen elementos que remiten al proyecto original verdiano ambientado en la corte de Gustavo III de Suecia, pero que resultan postizos, cuando no risibles, como cuando a Riccardo, ya moribundo, le colocan una enorme capa real sobre los hombros. Quizá para acabar de matarlo bajo su peso, nunca se sabe…
Otra solución muy discutible es el coro: molesta tanto a los artífices de esta producción, que lo exilian a lo alto del escenario semicircular, de modo que solo se ven sus cabezas y sus chisteras. En ningún momento, por tanto, interactúa con los personajes. Eso por no hablar de los problemas que se le presentan al director de orquesta para cuadrarlo y que las voces se escuchen bien.
Lo mejor de la producción son aquellos momentos en que los protagonistas quedan a solas en el escenario y uno puede concentrase en ellos y la música. Porque este Ballo es espléndido en lo que a la parte musical se refiere, empezando por un Freddie di Tommaso que quizá prefiera la potencia al matiz, pero que cuenta con un instrumento privilegiado por color y calidad, de ahí un Riccardo que es todo entrega. A su lado, la soprano Anna Pirozzi aporta al personaje de Amelia una calidez y sensibilidad que emocionaron en su aria “Morrò, ma prima in grazia” del acto tercero. La voz del barítono Artur Rucinski no es especialmente verdiana en su timbre, pero canta con una línea de impecable musicalidad, que aún gana más por su talento a la hora de expresar el texto y de actuar en escena. En este sentido, su “Alzati! Ià tuo figlio”, también del acto tercero y tan contrastada en acentos, provocó una de las ovaciones de la noche. La soprano Sara Blanch se movió con desparpajo y cantó con absoluta brillantez y gracia las coloraturas del papel de Oscar, mientras que la mezzosoprano Daniela Barcellona fue una ajustada Ulrica, solventando con veteranía y oficio el que su voz no tenga ya el brillo de antaño. Valeriano Lanchas y Luis López Navarro cumplieron con nota como los conspiradores Samuel y Tom. El resto del elenco, correcto.
En el foso, Riccardo Frizza optó por unos tempi vivos y ágiles, ligando con naturalidad los contrastes de una partitura que constantemente alude al clasicismo dieciochesco y en la que todo, el drama y la comedia, la emoción y el desenfado, fluye de manera tan espontánea como inspirada. Atento siempre a las voces, supo sacar un excelente rendimiento a la orquesta, tanto en conjunto como en solos tan expresivos como el de violoncelo del aria de Amelia del acto tercero.
Juan Carlos Moreno
Freddie De Tommaso, Artur Rucinski, Anna Pirozzi, Daniela Barcellona, Sara Blanch, David Oller, Valeriano Lanchas, Luis López Navarro, José Luis Casanova, Carlos Cremades.
Cor i Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Riccardo Frizza.
Escena: Jacopo Spirei (según proyecto de Graham Vick).
Un ballo in maschera, de Verdi.
Gran Teatre del Liceu, Barcelona.
Foto © A. Bofill