Parido en una nación sin pasado ni elevada tradición operística, el canadiense Robert Carsen se ha convertido en uno de los más grandes y subyugantes directores de escena de nuestro presente. Sus primeros escarceos como actor en el Old Vic londinense, dieron paso a un innovador creador escénico de esos que poseen universo estilístico propio, promiscuo en la relectura y amante de la desnudez decorativa.
La enorme belleza plástica de sus acabados se complementa con una moderna, pero a la vez viejuna dramaturgia que hunde sus raíces en la esencia, en lo básico y fundamental, en la raíz profunda y no en lo superficial, fundamentando siempre su visión en un denso análisis psicológico del texto (parecido al que haría un freudiano con los sueños).
El último de sus dorados eslabones formales lo personifica el ejemplar uso de la iluminación que él mismo diseña y supervisa. La luz como medio para comunicar sensorialmente a ese espectador que, en cuanto sube el telón, queda inexorablemente atrapado por su fascinante tela de araña.
Orgulloso debe de estar allá donde esté ahora dirigiendo teatro su reverenciado Peter Brook de esta Jenůfa que hemos podido admirar (hasta el babeo) en el Teatro de la Maestranza, pues resulta ser una muestra fidedigna de los mandamientos que estableció el británico en su libro “El espacio vacío” ante tan memorable despliegue de lo que él calificaba de “teatro mortal”.
Como decía el maestro Brook en su legendaria Biblia teatral, “puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”. Y esto es justo lo que hace Robert Carsen, que se ha desplazado hasta la capital hispalense para el estreno, en el hipnótico y emocionante crescendo orquestal y lumínico con el que finaliza su Jenůfa (una escena que la hubiera firmado el mismísimo Andrei Tarkovsky en una de sus películas) al poner a dos seres humanos que se buscan y se miran sobre un escenario neutro y desnudo mientras una poética lluvia empapa sus cuerpos en una maravillosa metáfora sobre el milagro de la redención por el amor. La liberación hecha poesía. La ópera en su más bello esplendor estético. Con entera seguridad, uno de los momentos más hermosos, imborrables y puros de teatro musical que va a tener en toda su historia el Maestranza. O como dirían los griegos clásicos: la catarsis.
Y es que la sensación que uno tiene al admirar la dramaturgia de este coloso de la escena, es que si de repente la orquesta dejara de sonar y las voces de cantar, para dar paso al simple recitado del texto, todo se sostendría sin el menor de los problemas. Se perdería el elemento musical, pero jamás el teatral, pues lo suyo es puro teatro de los pies a la cabeza. Y no habría ni que entender el checo para dejarse atrapar por estos hombres y mujeres, que no son sino el fiel reflejo de la condición humana, hayan nacido donde hayan nacido.
Si en la inolvidable Kát’a Kabanová que ofreció en el Teatro Real en 2008, el elemento que dominaba la escena eran las inundadas aguas del Volga, en Jenůfa y su ambiente rural, es la tierra que pisan los personajes la que domina todo el escenario, que además presenta una leve inclinación para exponer los desequilibrios continuos a los que están expuestos estos afligidos seres. Una escena gloriosa en su esencialidad y sencillez, que con una simple ristra de puertas (otra de esas inevitables metáforas de su fascinador universo), una milimétrica dirección de actores (impagable la labor de su mano derecha, Maria Lamont) y una efectiva y opresiva iluminación (repleta de sombras) es capaz de inventar y reinventar el espacio físico con un simple chasquido de dedos. Memorable.
Los aldeanos
La gran triunfadora vocal de la noche fue sin duda Ángeles Blancas (en la imagen), una soprano dramática que pese a no tener un instrumento rotundo ni áureo, regaló una memorable Kostelnička dejándose la piel en cada escena. La actriz superó con creces a la cantante. Resultó terrorífico ver como interioriza el personaje, como evoluciona su solitario tormento. La inquietante presencia física, sus cambios de registro, la agilidad y dominio escénico, el alto voltaje desplegado, el creerse a pie juntillas la prosa que se canta y su ennegrecida paleta vocal hicieron que a muchos nos recorriera un escalofrío por el cuerpo. Como cuando declama en sobreagudo ese sombrío “¡como si la muerte se asomara por ahí!” con el que da un conmovedor portazo al segundo acto. Soberbia y desgarradora.
Estupenda también en los atormentados solos y en ese dramático recitativo cantábile tan único de Janáček, la delicada y traslúcida Jenůfa de la joven Agneta Eichenholz, que pese a un frío arranque (su débil emisión venía de muy atrás del abierto escenario), fue agrandándose y haciéndose más corpórea, sobre todo cada vez que compartía escena con su odiada madrastra. Estuvo admirable en la emotiva escena de esa angelical Salve que parece surgir de las profundidades.
Muy acertados y con momentos de gran lucimiento, los dos tenores líricos elegidos para darle réplica, en especial el Laca de Peter Berger, de intensa emisión, trágico fraseo y vigorosos agudos, así como el refinado Števa de Thomas Atkins, mejor actor que cantante. Muy aplaudida la abuela Buryja de la veterana Nadine Weissman.
Intachable y con muchísimo oficio artesanal desplegado, la dirección del experimentado Will Humburg, que sin duda extrajo petróleo en un foso que jamás se había enfrentado antes con el cegador colorido, los ritmos repetitivos en ostinato y ese lenguaje vivo y folclórico tan particular y característico del compositor moravo. La orquesta aquí es un personaje más de la acción, sugiriendo estados de ánimo y potenciando la situación dramática.
El esfuerzo se notó y se agradeció, sobre todo en una afinada y distinguida sección de cuerda (con una inspirada Alexa Farré al volante) y en las acertadas, pese a la complejidad, participaciones de los metales, muy bien contenidos por el maestro alemán. Humburg, al que se le podría haber demandado algo más de intensidad y violencia en las escenas más dramáticas, supo darle dignidad a todo, mimando siempre a los cantantes y pensando más en la concepción global que en los detalles. Regaló momentos para la historia de este teatro, como ese crescendo final bajo la llovizna que emocionó a todos los presentes.
Notable también el Coro del Maestranza dando vida al colectivo popular, cuya casa sigue inmersa en su continuo ascenso artístico, gracias a una programación atrevida e inteligente, como demuestran estas tres representaciones que se van a recordar por los siglos de los siglos en la historia del coso de la orilla del Guadalquivir. Histórico.
Javier Extremera
Leoš Janáček: Jenůfa.
Agneta Eichenholz, Ángeles Blancas, Peter Berger, Thomas Atkins, Nadine Weissman.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza.
Director musical: Will Humburg.
Director de escena: Robert Carsen.
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 18-febrero-2023.
Foto © Guillermo Mendo