El pasado lunes, día 14 de noviembre, tuvimos oportunidad de presenciar en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, dentro de la programación del ciclo de la serie Barbieri de Ibermúsica, el concierto que durante el último mes de octubre tuvo que ser modificado de fecha por la Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia de Roma, combinado que se presentó en este compromiso bajo la dirección de su titular, Sir Antonio Pappano.
Para esta ocasión, se contó igualmente con la colaboración de la violinista Lisa Batiashvili como solista, quien abordó el Concierto para violín y orquesta de Ludwig van Beethoven. El repertorio estuvo complementado por la Sinfonía número 2 de Robert Schumann, una de las composiciones más representativas de su producción, que terminaría de configurar una propuesta alemana asumida desde la perspectiva de una formación italiana.
La primera parte comenzó con una puesta en escena de una orquesta de cuidado, elegante y refinado sonido, sin introducirse en ostentosidades, así como tratando de evitar incurrir en una posición demasiado protagonista dentro de un preciso acompañamiento, formando parte de una interpretación mesurada, buscando la esencia del más carismático Beethoven y exponiendo constantemente un temperamento triunfal y majestuoso en los episodios de mayor preeminencia de la agrupación.
La fascinante dirección de Antonio Pappano, quien prescindió de la batuta para el desarrollo de esta monumental obra, se mostró enérgica y conectada en todo momento con la afectividad intrínseca a la misma y en la propia versión de una solista que deslumbró desde su salida con los colores amarillo y azul de la bandera ucraniana, en un claro gesto reivindicativo. Consideraciones de imagen al margen, que en ocasiones pueden llegar a desviar la atención del fundamento artístico, la presentación de Lisa Batiashvili estuvo comprendida por un sonido maravilloso que progresivamente fue incrementando la calidad de sus parámetros, especialmente el exquisito gusto tanto en la elección como en la combinación en los colores de las cuerdas de su deslumbrante violín. La afinación, luminosa y fusionada con la orquesta, otorgó permanentemente una excelsa proyección, en simultaneidad con su articulación nítida y claramente definida, destacando la formidable ejecución técnica de los pasajes técnicos más demandantes, particularmente de las exigentes cadencias de los movimientos primero y tercero.
La encomiable energía, que nunca resultó demasiado excesiva, estuvo asumida mediante la utilización de un arco dominado en todas sus distribuciones, zonas y registros, favoreciendo la obtención de los colores anteriormente mencionados; no obstante, también resulta preciso indicar que, a la elección de unos adecuados tempi, posiblemente con un punto de precipitación en el tercer movimiento que impidió disfrutar notoriamente de la consistencia formal de su estructura, se pudo llegar a acusar una escasa variedad en la trascendencia de los períodos y espacios de las frases, concretamente desde su componente humanístico y emotivo.
Por último, el precioso vibrato, resonante, profundo y amplio, pudo constatar una cierta homogeneidad en el segundo movimiento, con una variedad ligeramente escasa, en el que la tranquilidad y la introspección pudieron encontrarse eventualmente limitadas asimismo con motivo de la continuidad en la secuencia de las diversas secciones, requiriéndose probablemente una mayor demanda de espacio y principalmente respiración entre las mismas. En definitiva, considerando y apreciando ante todo una soberbia interpretación de una de las creaciones más reconocidas y asombrosas para violín y orquesta, se echó en falta la búsqueda de una pretensión mucho más elevada para con una concepción que, por encima de las exigencias virtuosísticas e idiomáticas, denota un planteamiento romántico, sentimental e íntimo de absoluta pureza.
En la segunda parte, el protagonismo de la agrupación nos mostró a un Schumann genuino y con el lenguaje romántico característico de una personalidad atormentada y cambiante durante buena parte de su vida. Como aconteciese en la primera mitad, la orquesta ofreció un nivel que poco a poco fue incrementándose a partir de una sonoridad personal, de una continua homogeneidad, compactada y bien trabajada, con un centro siempre equilibrado y en ningún momento carente de sensibilidad.
Antonio Pappano, de nuevo con su batuta en la mano, se mostró sumamente deslumbrante y entregado a un discurso pasional al que supo imprimir una sensibilidad italiana formidable, de un inherente sentimentalismo. La elección de los tempi, perfectamente integrados en la resonancia natural de la sala, albergó en los cuatro movimientos una alternancia posicionada entre lo exuberante, lo frenético y lo reposado. La gestualidad amplia, mucho más conectada con el contenido intrínseco del recorrido que con la métrica de las partes de los compases, conformó hermosas dinámicas y la constitución de un bloque compacto entre cuerda y viento magistralmente elaborado.
La articulación y los claroscuros contrastantes del músico alemán se mostraron patentes en la introducción de una partitura de excepcional trascendencia dentro de su literatura, destacando específicamente en un segundo movimiento realmente brillante, con reseñable preponderancia de las dos secciones de violines, que mostraron una más que considerable uniformidad y calidad técnica. En el tercer movimiento destacó un notable empaste tanto en los vientos como en las cuerdas, especialmente en la conectividad de las melodías entre oboes, flautas y clarinetes. Por otro lado, trompas, trompetas y trombones se mantuvieron en unas posiciones correctas en su balance, seguramente no demasiado destacables, pero sí de determinante importancia, junto a las cuerdas graves de violonchelos y contrabajos, con el propósito de preservar una forma de exultante lirismo y apasionada emoción. Como culminación, el apoteósico final, con una predominancia del canto intenso y lírico a la par que tempestuoso, puso el supremo colofón a esta acertada visión de una música no exenta de densidad, aunque sí afrontada desde una idiosincrasia auténticamente mediterránea.
Como conclusión, se ofrecieron dos propinas de Respighi y Mozart respectivamente, que fueron acogidas cálidamente por un público receptivo y agradecido.
Abelardo Martín Ruiz
Ludwig van Beethoven (1770-1827) - Concierto para violín y orquesta en re mayor, opus 61
Robert Schumann (1810-1856) - Sinfonía número 2 en do mayor, opus 61
Lisa Batiashvili, violín
Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia de Roma
Sir Antonio Pappano, director
Ibermúsica - Auditorio Nacional de Música
Foto © Rafa Martín / Ibermúsica