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Crítica / El romanticismo epidérmico de Andrés Orozco-Estrada - por Juan Carlos Moreno

Barcelona - 27/02/2025

Andrés Orozco-Estrada goza de un merecido prestigio en Alemania. Prueba de ello es su nombramiento, de cara a la temporada que viene, como director titular de la Gürzenich Orchester y Generalmusikdirektor de Colonia. Como preludio a la asunción de esos cargos, el pasado 24 de febrero, dentro del ciclo Ibercamera, visitó L’Auditori al frente de otra orquesta de esa ciudad, la Sinfónica de la WDR. Se trata de un conjunto sólido, especialmente en lo que toca a su sección de cuerda, que el maestro colombiano puso a prueba en uno de esos programas que, al menos en lo que se refiere a las obras que lo abrían y cerraban, siempre viene de gusto escuchar.

Esas obras eran la obertura Egmont de Beethoven y la Sinfonía n. 5 de Tchaikovsky. Ambas estuvieron cortadas por un patrón muy similar: Orozco-Estrada dio de ellas una versión que exigía de la orquesta flexibilidad en el juego de dinámicas y tempi, así como precisión en los ataques y un sonido pleno, contundente, cuando no afilado y con un punto hiriente en los metales. En general, fueron lecturas en las que primaron el dinamismo y una energía desbordante, pero también una cierta tendencia al efectismo y a quedarse en la superficie.

Por ello, no acabaron de alzar el vuelo, tanto es así que la obra de Beethoven pasó casi desapercibida. La versión de Tchaikovsky fue también irregular, sobre todo porque el director no hizo distingos a la hora de abordar el Andante-Allegro con anima inicial y el Finale. De ese modo, todo lo que el primero tiene de oscuro y misterioso, de plenamente dramático, desapareció sin apenas dejar rastro. Sí, todo estaba en su sitio e, incluso, desde el punto de vista técnico y sonoro era admirable ver cómo la orquesta sorteaba de manera brillante las exigencias de Orozco-Estrada. Pero, a nivel expresivo, sonó más bien epidérmico. En el Finale, esa búsqueda de la brillantez y la fogosidad está plenamente justificado, pero la falta de pausa y de un mayor sentido del contraste hizo que el movimiento, incluida su exultante conclusión, perdiera parte de su eficacia. Mucho mejor resultaron el Andante cantábile y, sobre todo, el Valse, del que el director acertó a transmitir el carácter de danza, a la vez que resaltaba la huidiza vivacidad de la instrumentación.

Entre medias de Beethoven y Tchaikovsky pudo escucharse el Concierto para violoncelo de Robert Schumann. Se trata de una de las piezas favoritas de los intérpretes de ese instrumento, aunque quizá no tanto del público por su tendencia a lo que Jacobo Zabalo, en las notas de programa, califica de “monofonía”; es decir, la tendencia del solista a conversar consigo mismo. En todo caso, si el intérprete es alguien de la talla de Pablo Ferrández, ese soliloquio con acompañamiento puntual de la orquesta se convierte en una fuente de gozo. Ahí sí, hubo romanticismo a flor de piel, y ello gracias a la capacidad de Ferrández de hacer cantar su instrumento, un Stradivarius “Archinto” de 1689 de sonido maravillosamente cálido y pleno. El Langsam central, especialmente, fue una delicia de expresividad y delicadeza, con momentos prácticamente etéreos. Orozco-Estrada, por su parte, se volcó en arropar al violoncelista, buscando en todo momento el equilibrio, la transparencia y el detalle.

Como propina, Ferrández ofreció una sentida versión de El cant dels ocells, la melodía inmortalizada por Pau Casals. En cuanto al director, se inclinó por la segunda de las Diez melodías vascas, de Jesús Guridi, “Amorosa”, cuya recogida melancolía era el contrapunto perfecto a la desbordad pasión de Tchaikovsky.

Juan Carlos Moreno

 

Pablo Ferrández, violoncelo.

Orquesta Sinfónica de la WDR de Colonia / Andrés Orozco-Estrada.

Obras de Beethoven, Schumann y Tchaikovsky.

L’Auditori, Barcelona.

 

Foto © Mario Wurzburger

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