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Crítica / El Réquiem de Mozart como banda sonora - por Juan Carlos Moreno

Barcelona - 20/02/2025

Vivimos en unos tiempos en los que la imagen lo es todo. Es así incluso en el ámbito de la música, por ejemplo, en esa fiebre por escenificar oratorios a la que, de un tiempo a esta parte, el Liceu parece haberse entregado. Bien es cierto que hay oratorios que tienen un mínimo desarrollo argumental, pero ¿y una misa? No otra cosa es el Réquiem de Mozart, una misa de difuntos y, como tal, sin personajes, sin acción. Pues bien, eso es lo que, rizando el rizo, propuso el coliseo de las Ramblas el pasado 19 de febrero: una versión escénica de la última obra mozartiana.

La propuesta la firma uno de los directores de escena más renombrados (y controvertidos) de la actualidad, Romeo Castellucci. Él es, de hecho, el gran protagonista de la función, más incluso que Mozart, pues a la dirección de escena suma el diseño de la escenografía, el vestuario y la iluminación. Tanto es así, que el cartel anunciador lleva a engaño, pues da a entender que se trata de un concierto con el Réquiem, cuando en realidad lo que se ofrece es un montaje en el que esa música queda reducida a mera banda sonora. Castellucci, además, introduce otras piezas mozartianas, tanto sacras como masónicas, como la Meistermusik KV 477b, el Miserere mei KV 90 o el O Gottes Lamm KV 343, todas ellas seleccionadas por Raphaël Pichon.

El montaje quiere ser una celebración de la vida y es verdad que tiene imágenes de gran fuerza plástica, como su final, en el que el suelo se levanta y la tierra, las cenizas, las túnicas, todo lo que hay en él cae: como idea de una extinción total y definitiva es muy potente. Pero la falta de un hilo narrativo, más allá del obvio binomio muerte-renacimiento, unido a la heterogeneidad de los diferentes cuadros, con momentos que aluden a un ritualismo folclórico y atemporal (¡el Dies irae bailado en corro!), y el exceso de simbolismos (algunos ramplones, como el niño jugando a fútbol con una calavera) acaban saturando la atención.

Eso por no hablar de momentos de lo más críptico, como esa pobre niña a la que, después de embadurnarla de pintura y dejarla colgada de una pared, los solistas le echan por encima lo que parece miel y vino hasta dejarla hecha un auténtico cromo. O de escenas que bordean lo grotesco, como la del coche accidentado ante el que los miembros del coro van desfilando de uno en uno para escenificar un atropello y luego marchar a un rincón y tumbarse. O de ese pedante “Atlas de extinciones”, que, a partir de sobretítulos proyectados en la pared, enumera de forma cansina fauna, botánica, homínidos, pueblos, lagos, ciudades, lenguas, religiones u obras de arte extinguidos, para acabar mencionando la extinción del Gran Teatre del Liceu, la Sagrada Familia, el polvo y un sinfín de elementos que parecen extraídos al tuntún.

Según las notas del programa, se trata de “una producción que habría que ver, como mínimo, dos veces, para comprender plenamente la intención”, pero, sinceramente, con una basta y sobra. Y ello por una razón muy sencilla: tanto aparato, tanto movimiento, tanto símbolo, hace que lo verdaderamente importante, la música, pase a un segundo plano. Este Réquiem no llega, no emociona, ni siquiera irrita. Peor aún, aburre.

No podía ser de otro modo, sobre todo porque el coro, tan esencial en esta obra, es obligado a cantar al tiempo que ha de moverse de un lado a otro, tirarse por el suelo, bailar… Si se tiene en cuenta que el coro del Liceu no destaca precisamente en la interpretación de este tipo de repertorio no operístico, es obvio que, en las circunstancias en que se le obligaba a cantar, estaba condenado al naufragio. Y así fue: hubo descuadres, falta de claridad de las diferentes líneas, confusión… Desde el foso, Giovanni Antonini parecía más pendiente de hacer lucir a la orquesta que de cuidar el equilibrio con el coro, pero también ahí hubo desajustes y alguna que otra estridencia. En cuanto a los solistas, correctos sin más.

No, no es este un Réquiem que vaya a quedar en el recuerdo. Todo lo contrario que el que la pasada temporada, en el ciclo Ibercamera y en L’Auditori, ofreció Teodor Currentzis al frente de MusicAeterna. Fue un Réquiem en penumbra, para que nada, ni siquiera el coro, la orquesta y el director, distrajera de lo verdaderamente importante: una música hermosa y sublime como pocas.

Juan Carlos Moreno

 

Anna Prohaska, Marina Viotti, Levy Sekgapane y Nicola Ulivieri.

Cor i Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Giovanni Antonini.

Escena: Romeo Castellucci.

Réquiem, de Mozart.

Gran Teatre del Liceu, Barcelona.

 

Foto © David Ruano

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