Las piedras de Carlos V desprendían fuego mientras Klaus Mäkelä subía al escenario por tercera vez en esta edición del Festival de Música y Danza de Granada de la que ha sido director residente. Un todo al pleno de su director Antonio Moral al atraer al director del momento antes de que su agenda se torne imposible.
Tras debutar en el Concertgebouw de Amsterdam y firmar un contrato en exclusiva con el sello Decca, Klaus Mäkela ha asumido la titularidad de la Oslo Philharmonic Orchestra. A su vez, es asesor artístico de la Orchestre de Paris de la que asumirá el podio también en 2022. Hijo de músicos y violonchelista de formación muestra una rara madurez y un talento nato para la dirección de orquesta. Sólo hay que verlo dirigir para limpiar los prejuicios que nos llevan a pensar que esta es otra joven batuta rutilante fruto del marketing.
La Orchestre de Paris no es una orquesta fácil y también es cierto que a pesar de que quien tuvo retuvo, no se encuentra en su momento álgido. Klaus Mäkelä es un director minucioso, al que le gusta tomarse su tiempo con una formación conociendo su historia y sobre todo, escuchando mucho y estableciendo el diálogo con los músicos. Aunque ha tenido poco tiempo para trabajar con la Orchestre de Paris, ha conseguido que la formación nos ofreciera esa noche no sólo una interpretación al alto nivel al que nos tiene acostumbrados, sino también una interpretación única, singular, nueva.
La velada comenzó con Le tombeau de Couperin, obra compuesta por Ravel en dos momentos de su vida, en 1914 y al volver de la Primera Guerra Mundial. Concebida en principio como una suite instrumental a la manera del Barroco- ya tenía compuestas o esbozadas antes de marchar varias danzas- tras la traumática experiencia en Verdún la obra se convierte en un “tombeau”u homenajea una persona fallecida según la tradición antigua. Es una obra aparentemente ligera y fresca bajo la que subyace varias lecturas.
Le tombeau de Couperin es un homenaje al genial clavecinista francés y a toda la generación de músicos del Grand Siècle. Es también el doloroso recuerdo y homenaje a sus amigos (los que volvieron del frente y los que no) por lo que cada parte está dedicada a uno de ellos. Y es la despedida de un mundo que ya no existe, la Europa anterior al desastre y la nostalgia un tiempo pasado mejor y que ya no va a volver. Es una obra neoclásica de engañosa facilidad en la que predominan las intervenciones del viento-madera en diálogo con las cuerdas y en la que las dos secciones de la orquesta ya mostraron el dominio técnico desde el principio.
Dominio técnico pero no intención de hacer música juntos porque en un principio cada grupo instrumental estuvo absorto en su papel correspondiente. Mäkelä persistió en su dirección preciosista, atenta a los múltiples matices y al colorido de la partitura hasta que la música relució en todo su esplendor a partir de la irónica Forlane. La Orchestre abordó con sutileza y una enorme gradación de matices la sublime mezcla de luces y sombras del Rigaudon. La elegante gestualidad de Mäkelä es dual: del mesurado y preciso gesto pasa al explosivo cuando lo requiere la música. Y de esta forma expansiva y brillante terminó el Rigaudon.
De todos los conciertos que solía llevar el violinista Joseph Joachim al escenario (Beethoven, Mendelssohn y Brahms) el más querido para él era el de su amigo Max Bruch, “el más rico, el más seductor”. Y en efecto, es un concierto muy apreciado y programado por la alternancia de los melódicos y dificilísimos pasajes para el violín solista con una escritura armónica y rítmicamente compleja para la orquesta. En principio iba a ser Janine Jansen la solista pero fue sustituida por motivos de salud por Daniel Lozakovich.
El violinista sueco despertó murmullos en el público probablemente por su extremada juventud. Con veinte años acumula ya una relativamente dilatada experiencia con grandes orquestas y directores, entre ellas la de París y Mäkelä. Con una técnica intachable salvo el inexplicable exceso de vibrato, permaneció ensimismado en su propio papel pese a los esfuerzos de Mäkelä por integrarlo en el discurso musical. La orquesta sí respondió como una maquinaria perfectamente engrasada, sincronizada con el director en todo momento pese a las dificultades que les impuso en determinados momentos los tempi lentísimos de Lozakovich, especialmente en los retornos de las cadencias. En el Allegro energico del final Mäkela y la Orchestra desprendieron más fuego aún del que ya desprendían las piedras del palacio.
Tras la pausa una de las obra más conocidas e interpretadas del compositor checo Antonín Dvořák, la Sinfonía nº 9 “Del Nuevo mundo”. Fue compuesta durante su estancia en Nueva York como director del Conservatorio Nacional, inspirándose en espirituales negros y melodías indias. Nuevo mundo y viejo mundo como en Ravel , porque como explicaba Pablo L. Rodríguez en las notas al programa, la sinfonía expresa también la nostalgia del compositor por su tierra natal. Y en efecto, los temas que emplea tienen tanto en común con Estados Unidos como con Bohemia. Tras la introducción del primer movimiento Mäkelä tomó con un temo algo más lento de lo habitual el Allegro molto. Fue contando los dos temas principales con calma, dando tiempo a los solistas de las familias instrumentales a irlos presentando extrayendo a la vez con su gesto de bailarín multitud de planos sonoros y matices.
Con igual gradación de las dinámicas y agógicas fue transcurriendo el Largo permitiendo a Gilda Prados interpretar el hermoso solo de corno inglés y al fabuloso cuarteto de trompas lucirse en los acordes finales. El Scherzo fue una verdadera fiesta que culminó en el Allegro con fuoco en el que Mäkelä extrajo al máximo el jugo de la extraordinaria calidad sonora y la disciplina de una orquesta que pasa de cero a cien en segundos. En definitiva, el director nórdico nos regaló una lectura clara, transparente y nueva sin perder un ápice de expresividad y pasión. Puro fuego.
Mercedes García Molina
Orchestre de Paris / Klaus Mäkelä.
Obras de Ravel, Bruch y Dvorak.
70 Festival Internacional de Musica y Danza, Granada.
Foto © Festival de Granada | Fermín Rodríguez