Con la doble presencia de la excepcional Royal Concertgebouw Orchestra en los ciclos de Ibermúsica, ambas con la dirección de un asentado maestro entre la élite como es Daniel Harding, vivimos el día más brillante con Beethoven (Sinfonía Pastoral) y Brahms (Concierto para violín con Leonidas Kavakos) y la noche más larga con esa música fronteriza como es la Novena Sinfonía de Mahler, un pasadizo hacia los rincones más dolorosos del alma humana.
Pero la luz vino antes con el “clasicismo” sinfónico de Beethoven y Brahms, pilares para una formación como la de Ámsterdam, que lleva tocando estas músicas desde su nacimiento, dirigida por los maestros que han cincelado su nombre en los pedestales más elevados del arte de la dirección de orquesta. Ese peso y la comparación con tantos antecedentes es el peaje que Daniel Harding (Oxford, 1975) debe pagar al dirigir a la Concertgebouw, pero este ya señor de aspecto juvenil, se diría que parece casi salido de la Universidad de su Oxford natal, tiene una personalidad propia que se manifiesta desde la disposición instrumental de la orquesta, con violines primeros y segundos a cada lado del podio, y con los cellos frente al director, obteniendo resultados estereofónicos sorprendentes y muy equilibrados.
Tener a Kavakos como solista en el Concierto de Brahms es mantener un continuo fluir de las sonoridades más bellas con el propio sonido cálido de la orquesta holandesa; parecen nacidos para entenderse. De este modo, la grandiosidad de esta música tuvo en el sonido global su mayor virtud, un placer para los sentidos de manera continuada. No fue un Brahms que blandiera la épica ni volara hacia terrenos místicos, pero sonó con belleza, siendo Kavakos el héroe tranquilo al que nos tiene acostumbrados; el ingente esfuerzo parece fácil, dada la naturalidad con que transmite todos sus movimientos. Y como premio, un Bach de pasmosa elegancia.
Dirigir la Sexta Sinfonía de Beethoven es como hacer una comedia al estilo Lubitsch, el espectador debe mantener una sonrisa de felicidad desde la primera a la última nota, que es lo que es la Pastoral, la comedia de Beethoven, dentro de su amplio catálogo de dramas con finales felices. Para Harding es también un recorrido por un sendero repleto de flores, donde se detiene a olerlas (cosa que Solti no recomendaba…) y a paladear las sensaciones que evoca la naturaleza, desde los cantos de los pájaros (violines segundos en el “lento”) a la tormenta más eléctrica que haya pasado por el Auditorio Nacional. Es decir, fue una mezcla de dirección “de autor” con la amplia tradición a sus espaldas, con un prodigioso resultado orquestal (de similares coordenadas que su versión de 2020 con la Filarmónica de Berlín, disponible en la plataforma digital de los berlineses).
Imagino a Mahler enfrascado en la composición de su Novena Sinfonía. “Tengo cosas que hacer”, solemos decir cuando tenemos una tarea que desarrollar y concluir. En este caso, en el complejo universo mental mahleriano se estaba fraguando un drama irreversible, fruto de una concatenación de trágicos sucesos que, sumado al carácter del compositor, que no era la alegría de la huerta, dio como fruto en sus “cosas que hacer” la monumental y desgarradora Novena Sinfonía, una obra de arte atemporal y una música a la que los aplausos finales no le benefician; probemos un día a escucharla en vivo y no aplaudir, simplemente ponernos en pie en la sala como reconocimiento. Esta música se iría con nosotros hasta lo más hondo y no cabría otra cosa que hacer que sufrirla en silencio. Pero Mahler quería reconocimiento, siempre lo buscó, y el espectador aplaude entre el asombro de haber escuchado una música colosal con el reconocimiento a los músicos que la hicieron posible. Algo así ocurrió con lo interpretado con Harding y la Concertgebouw, orquesta que mantiene una relación con Mahler como la del pintor y su modelo. Se haga con lo que se haga en esta Sinfonía, la cosa siempre termina en el abismo, no hay salida posible. Más o menos intensidad o más o menos dulzura no van a evitar el fatal desenlace.
Para la memoria queda (y no es fácil explicar con palabras que ocurrió esa noche) la catástrofe que se desarrolla durante el incomparable primer movimiento, que vaticina el siglo de las guerras, mostrada por un Harding que sabía muy bien lo que tenía entre manos, o el sarcasmo incesante de los dos movimientos centrales (especialmente agotador el tercero, repleto de insinuaciones por la batuta), para atacar con indescriptible belleza sonora el cuarto, música del más allá que Harding mantuvo en pulso firme y donde Mahler anuncia la mayor pesadilla posible para nuestra propia especie, la extinción del ser humano.
Gonzalo Pérez Chamorro
Royal Concertgebouw Orchestra / Daniel Harding
Leonidas Kavakos, violín
Obras de Beethoven (Sinfonía Pastoral), Brahms (Concierto para violín) y Mahler (Sinfonía n. 9)
Ibermúsica, Auditorio Nacional de Música, Madrid
Foto © Rafa Martín-Ibermusica