En la vida, siempre nos afanamos en la búsqueda del equilibrio: para que la salud no se vea afectada, para que las emociones se controlen, para que las finanzas no se escapen por los bolsillos, para que nuestro equipo favorito defienda bien y ataque mejor... No digamos en el aspecto musical: todo solista, grupo de cámara, orquesta sinfónica, coro… buscan la interpretación perfecta, el sonido definitivo y el equilibrio necesario para que sus interpretaciones se conviertan en… puro arte. Y así sucedió en el quinto concierto del Ciclo de Cámara del Círculo de Bellas Artes que se va asentando como una de las más destacadas programaciones musicales en la almendra central de la capital madrileña. El cuarteto berlinés Armida, junto a la clarinetista Sabine Meyer mostraron eso: ser la viva esencia de la búsqueda y el (re)encuentro del equilibro.
Como si el programa estuviera tejido a su medida con estilo, técnica y sonidos de armiño, típicos de la escuela centroeuropea (alemana), Bach, Mozart y Brahms navegaron por la pátina de esas aguas que llegan a la orilla con suavidad, elegancia y pureza, sin sobresaltos, con armonías entrelazadas, dinámicas proporcionadas y unos ecos melódicos y rítmicos sin apenas estridencias.
Los cuatro solistas berlineses mostraron, a lo largo de toda la velada, una técnica que parece (la hacen) “fácil” –a pesar de su plena dificultad–, compenetración y demostración de que con grandes y jóvenes individualidades se puede hacer un conjunto potente para aportar nuevas visiones a un lenguaje camerístico, a menudo necesitado de nuevos bríos para no caer en los mismos lugares comunes de siempre. Y no cabe duda: en Madrid, el cuarteto Armida (de)mostró ser uno de los cuartetos más destacados en el panorama mundial actual.
Abrían el programa tres de las catorce fugas de las que se compone El arte de la fuga BWV 1080 (además de cuatro cánones) de J. S. Bach. De todo se ha escrito y leído sobre sobre esta teorización del arte del contrapunto realizada por el arquitecto musical por excelencia. En las tres piezas elegidas (los Contrapunctus 1, 4 y 11), el diálogo y “debate” entre las cuatro voces se presentó lineal y muy trabajado, con la no menos compleja búsqueda de matices en una partitura muy para teclado (aunque aún no queda claro la intención de para qué instrumentos se escribiera originalmente) que, en un principio, no daría para mucho más que para seguir, sin más, el rigor técnico de un continuo ir y venir de notas, pero que, en manos de los dos violines, viola y violonchelo, sonaron con la intención y precisión necesarias.
Desde el primer tema, a modo casi introductorio del programa que se había elaborado con toda la intención (con el Cuarteto de Mozart y el Quinteto con clarinete de Brahms), el primer violín (Martin Funda), segundo violín (Johanna Sataemmler), violonchelo (Peter-Philip Staemmler) y viola (Pauline Sachs) mostraron un sonido redondo, pleno a la vez que delicado –quizás algo frío en algún momento concreto– y, sobre todo, muy equilibrado, a pesar de que la tentación fue en ocasiones de que los extremos (violín I y chelo, por un lado y violín II y viola, por otro) intercambiaran golpes como en un combate entre parejas, en lugar de entre solistas. El objetivo de desenredar todo el entramado bachiano que siempre parece perderse en los confines del universo por su inmensidad, pero que siempre acaba agarrándose(nos) a la eternidad terrenal, sin lugar a duda, se logró con nota alta para dar paso sin solución de continuidad al Cuarteto nº 19 en re menor, K.465, último de los cuartetos de los seis dedicados al Maestro Haydn, amigo admirado por Mozart. La disonancia en Mozart y en el Clasicismo parece adentrarnos en un mundo de ciencia ficción, como si uno no se creyera que un recurso de este tipo podría aparecer. Pues bien, el genio de Salzburgo experimenta con este hecho desde la introducción, lo suficiente para tildar a esta obra con el sobrenombre de “disonante”. Del do mayor del violonchelo al la natural del primer violín, pasando por el la bemol de las voces intermedias que bajan a sol y crear así un acorde en do menor es un recurso magnífico del genio austriaco en apenas dos compases.
El conjunto se notó cómodo a lo largo de la obra con una interpretación pulsante y entregada en el Allegro del primer movimiento, el Minuetto, repleto de gracejo, pausas y aceleraciones y el Allegro molto final, sin caer en el Mozart exagerado que, en tantas ocasiones, se escucha. Cabe destacar en este punto, el papel del violonchelo marcando desde la sombra del bajo continuo, las dinámicas precisas y preciosas, armónicas y rítmicas, para favorecer y magnificar el lucimiento del violín I. El Adagio nos describe a ese Mozart más operístico, más dramático que tanto llega al oyente: el resultado fue que no se escuchó en la sala ni una sola tos, un detalle que en la actualidad dice mucho cuando una interpretación hipnotiza y te atrapa por su belleza y calidad. Fue, para quien suscribe esta crónica, uno de los grandes momentos de la noche.
Y con expectación máxima fue recibido, en la segunda parte del concierto, el cuarteto junto a la mítica clarinetista Sabine Meyer, quien ha anunciado que se retira de los escenarios en este 2025 para disgusto de quienes admiramos su arte. Solo su presencia, su personalidad arrolladora con su clarinete grana y oro, y el monumento de partitura elegida para deleitarnos, el Quinteto para clarinete y cuerdas en si menor, op.115, en su único concierto de despedida en España, eran motivos más que suficientes para que la sala Fernando de Rojas del Círculo de Bellas artes estuviera “a reventar”. Escribe Clara Schumann en una carta a Brahms sobre esta obra: “Cómo la sutil fusión de los instrumentos, con el suave e insistente lamento del clarinete sobre ellos, se apodera de uno”. Y así sucede. Compuesto en 1891, años antes de su muerte en 1897, y dedicado al virtuoso Richard Muhfeld a quien Brahms tildaba cariñosamente como prima donna, es una obra que en palabras de Karl Geiringer, biógrafo del compositor alemán “[…] es una despedida. Escenas del pasado, glorias y penas, anhelos y esperanza, se muestran ente el maestro, que las expresa una vez más con tonos delicadamente contenidos y melancólicos.”
El equilibrio volvió a ser el protagonista de la interpretación por parte de los protagonistas de la velada. Sabine Meyer, es cierto que, en los compases iniciales, pareció sentirse algo inquieta y algo descolocada –parecía mostrar la emoción del momento de una despedida cercana o quizás la falta de algún ensayo más con el conjunto– algo que se notó en que el sonido del clarinete no fue del todo intenso e integrador respecto a la fuerza del cuarteto, pero piano piano, su maravilloso aerófono pareció coger la temperatura adecuada, mostrando todo el potencial de esta artista de talla mundial, fundamentalmente en unos profundos y desgarradores registros medios y bajos, que parecen transmitir ese sabor a “madera” que coloca al clarinete entre lo tenebroso y lo flamante o en palabras de Berlioz “como el instrumento que mejor puede producir, hacer crecer, disminuir y perder el sonido. De ahí su preciosa facultad de producir efectos de lejanía, el eco, el eco del eco, el sonido crepuscular”.
La interpretación de los cinco músicos fue de menos a más en el Quinteto. Nostalgia, Intensidad, madurez romántica y desasosiego son algunos parámetros brahmsianos que se muestran en esta partitura como en el Allegro inicial, un Adagio para enmarcar y el Finale con moto. Como bien dice Alberto González Lapuente en sus notas al programa…Brahms muestra” un mundo de profundos pensamientos y poderosos sentimientos, posible tras estudiar a Mozart y aprender de su venerado Bach”. Esa linealidad argumental llegó claramente al público que enfiló las escaleras del Círculo con una sensación de que, en la vida, hacer del equilibrio un arte es algo tan complejo como necesario.
Alessandro Pierozzi
Ciclo de Cámara, Círculo de Bellas Artes, Madrid
Sabine Meyer, clarinete & Cuarteto Armida
Foto © Miguel Balbuena