Regresaba la habitual Gewandhausorchester Leipzig al madrileño ciclo de Ibermúsica con su titular, Andris Nelsons, una de las más interesantes batutas de nuestro tiempo, tanto por su técnica excelente como por sus aproximaciones interpretativas, con un par de agradecidos programas, tanto por incluir obras no habituales en este ciclo como por ofrecer una patrimonial coherencia geográfica. Así, tras el concierto Mahler/Dvorak del martes, se insertaron en la primera parte de la velada del miércoles el mahleriano Blumine, pastoralista movimiento sinfónico que Mahler extrajo de su primera sinfonía y que fuera concebido, en parte, en Leipzig, así como el poco habitual Concierto para dos pianos de Mendelssohn, creación ligada a su juvenil etapa berlinesa, aunque la ciudad sajona fue después un posterior escenario vital para el compositor.
Pese al cuidado sentido de las dinámicas que caracteriza a Nelsons, el inicio del Blumine se vio lastrado por un pequeño desajuste en la trompa inicial si bien este obstáculo no deslució un elegante lectura en la que sobresalieron los pianissimi del tema principal de la trompeta y el balanceable estatismo que requiere la huerfana partitura, haciendo que el maestro letón la llevase con sutil delicadeza. A detallarse también los formidables portamenti en una cuerda muy bien empastada y definida en bloques, de la que cabe resaltarse la cuerda grave.
Como apuntábamos antes, la evidente relación adulta de Mendelssohn con Leipzig y la Gewandhausorchester en particular, resulta natural como excusa para programar esta obra de juventud del compositor hamburgués. Compuesto a los 14 años para interpretarlo con su germana Fanny, el Concierto para dos pianos es una de sus escasas obras que revisó con posterioridad e incluyéndola en la Edición Leipzig de sus obras (Leipziger Ausgabe der Werke Felix Mendelssohn Bartholdy) salvándola de buena parte de una producción juvenil que no consideraba de calidad suficiente. Estructurada en tres movimientos, no es tanto la calidad, que es intrínseca, sino las referencias principales, Mozart, sobre todo en la escritura sinfónica, y Beethoven en la pianística son evidentes, por gestos -sobre todo en el segundo caso- que evocan el quinto concierto –en la entrada inicial de los pianistas- o el primer concierto, en el movimiento final lo que más llama la atención. Y es de suponer que esta idea debió sobrevolar como marco interpretativo entre los solistas, los neerlandeses Lucas y Arthur Jussen que apostaron por un brillante y musculado pianismo de relieve beethoveniano para abordar la obra, más adecuado en los electrizantes y divertidos movimientos extremos, mientras que en el Adagio non troppo se echó de menos más ligereza y poesía. Nelsons estuvo especialmente resuelto, pese a su parquedad gestual, acompañando, dejando que la orquesta fuera sola proyectando un corpus sonoro monólitico y de liviana tímbrica oscura en una interpretación que, en conjunto, fue de notable tensión y factura. Tras los calurosos aplausos los hermanos Jussen ofrecieron como propina la pirotécnica Strausseinander, paráfrasis sobre temas de El Murcíélago de Johann Strauss hijo que preparase el pianista alemán Igor Roma, a quien conocemos en Madrid por interpretar hace ya más de 20 años la Sinfonía Turangalîla con la Orquesta Nacional bajo la dirección de Josep Pons.
El plato final que ocupó toda la segunda parte fue el de una esmerada interpretación de la Sinfonía No.8 de Antonin Dvorak. Obra compuesta durante el verano y el otoño de 1889 en la residencia estival del compositor en Bohemia que, como bien apunta González Lapuente en sus notas, muestra una caleidoscópica sucesión de estados de ánimo urdidos mediante no pocas referencias a la música folklórica y la inspiración en la naturaleza. Y precisamente aquí, donde uno esperaba encontrarse con una aproximación canónica a esta obra, Nelsons apuesta más por la agitación vitriólica y el vertiginoso contraste que por una visión más serena y luminosa. Y en esto tuvo mucho que ver una orquesta que, efectivamente, desplegaba su marmóreo sonido en una sección de cuerda de perfecto equilibrio, unas algo oscuras maderas y percusión en sus características tímbricas pero, sobre todo, en unos metales de tan excelente proyección y voluminosa presencia como de desabrida intención, escasa voluntad aérea e, incluso, de sonido un pelín fricativo en los trinos de las trompas del último movimiento lo que, al menos para quien escribe estas líneas, sorprendió bastante.
Pese a lo algo agresivo, el maestro letón planificó la sinfonía con lucidez discursiva resaltando aquellos temas en los que la orquesta podía brillar como la introducción del primer movimiento con unos candorosos violonchelos o el canto instrumental del Adagio con unos fantásticos clarinetes y flautas que graduaban sus acentuaciones. No tan brillante aunque con un maravilloso fraseo de gran calidad, así como ritardandi y reguladores alla Nelsons, se dejó sentir ese ländler checo que conforma el Allegretto grazioso concluido con una agitada coda. El tiempo final vino definido por una aproximación, quizás muy marcial donde la destemplada intención de unos metales poco empastados militarizó en exceso las necesidades interpretativas de una música -frenética coda incluida- que, posiblemente, acostumbre lecturas menos futuristas y prusianas a diferencia de la ofrecida este miércoles en Madrid desde el otro lado de los Sudetes. Pese a los calurosos aplausos no se ofreció propina alguna tras un notable y heterodoxo concierto.
Justino Losada
Lucas y Arthur Jussen
Gewandhausorchester Leipzig
Andris Nelsons
Obras de Mahler, Mendelssohn y Dvorák
Ciclo Ibermúsica 2024/2025
Auditorio Nacional, Madrid
Foto © Rafa Martín/Ibermúsica