Si existe la perfección, debe parecerse mucho a lo que escuchamos hacer anoche en el Festival Internacional de Santander a Riccardo Chailly y a los maestros de la Filarmónica de la Scala de Milán. Como si ya se intuyera lo que había de pasar, la Sala Argenta bullía en un clima de perceptible expectación, acentuado por el lleno a rebosar que lucía. Suponemos que a ello contribuían la presencia en los atriles de la Sinfonía nº 5 en mi menor, op. 64 de Tchaikovsky y las Suites nº 1 y 2 de Daphnis y Chloe de Ravel, obras que siempre ponen a prueba a director y orquesta y que exponen fácilmente sus vergüenzas.
No fue, ni mucho menos, el caso del excelente concierto que se comenta y que cierra el círculo que se abrió, para los aficionados más memoriosos, el 26 de agosto de 2013, con aquella gala de clausura de infausto recuerdo que debía protagonizar la formación milanesa y que finalmente nunca tuvo lugar. Tanto la obra maestra del genio ruso como las danzas ravelianas sonaron en todo su esplendor armónico, rítmico y tímbrico, pero vayamos por partes.
En la primera, la Quinta, partitura grande en todos los sentidos, aunque, en opinión de muchos, no tan redonda como la Patética o la Cuarta. Con esta última comparte esa condición cíclica que le confiere el uso de un tema recurrente que aquí lo es tanto como para aparecer en los cuatro movimientos. Planificar tiempos (15’32’’, 13’48’’, 5’48’’, 11’55’’) y graduar dinámicas se nos antoja particularmente difícil en una obra como ésta, de carácter narrativo, que evoluciona tonalmente de mi menor a mi mayor como si se tratase de un viaje “per aspera ad astra”. Chailly, que se ha ganado el título de maestro en ambas artes con total merecimiento, dio con la tecla y logró que esa corriente que va de lo fúnebre a lo triunfal fluyera sin aspavientos ni excesos, con naturalidad y coherencia. De una interpretación magistral de principio a fin, de acentos apremiantes si la comparamos con las de un Bernstein o un Karajan, destacaríamos la belleza del segundo movimiento, rebosante de frases típicamente tchaikovskianas en su colorida orquestación.
De cromatismo, Ravel también sabía lo suyo y las dos Suites de Daphnis y Chloe (11‘20‘’, 17‘11‘’) que coparon la segunda parte del concierto son una demostración palmaria. No en vano, muchos las consideran su obra maestra, tales son el alarde de invención que encierran y el universo sonoro que nos descubren. ¿Y Chailly? Fiel a sí mismo. A un estilo en el que unas veces con el dedo índice, otras con la palma de su mano izquierda abierta, a menudo con ambos brazos plegados junto al pecho y siempre con gesto claro y expresivo, el maestro milanés articula el discurso, indica lo que quiere con transparencia pedagógica y la orquesta, de precisión y sincronización formidables, da la respuesta deseada: un sonido limpio, denso y de una vibración seductora. Ante semejante espectáculo, la sensación que se apoderó primero del ánimo y después del juicio fue la de estar escuchando algo que se aproximaba -como decíamos al inicio- a la de perfección absoluta y solo sendas ráfagas de desequilibrio al final de la Sinfonía y la Suite nº 2 -en las que un viento desaforado se llevó por delante a la cuerda- podrían haberla desbaratado, pero ¿acaso importa? El éxito fue colosal. Uno más de un Festival para el recuerdo.
Darío Fernández Ruiz
73 Festival Internacional de Santander
Orquesta Filarmónica de la Scala de Milán.
Riccardo Chailly, director.
Obras de Tchaikovsky y Ravel.
Sala Argenta del Palacio de Festivales.
Foto © Joaquín Gómez Sastre para el Festival Internacional de Santander