Se habla mucho de la luz del otoño. Del tono de las hojas degradadas en rojos y dorados, de ese sol neblinoso que alumbra los tejados y los pasos, como de refilón. Qué mejor que esa luz y este otoño para acudir a la cita que nos tenía preparada el Cuarteto Quiroga el pasado día 10 en la sala de cámara del Auditorio Nacional de Música de Madrid, dentro del Ciclo Liceo de Cámara, del Centro Nacional de Difusión Musical.
El concierto que nos regalaron poco tenía que envidiar a esa luz vespertina que iluminaba la plaza exterior del edificio. Las obras, el cuarteto op. 33 número 3 y el op. 74 número 1 de Haydn, y el K. 465 número 19 “De las disonancias”, de Mozart ya habían sido faro para decenas de compositores posteriores. Tan solo faltó el quinteto de cuerda K. 515 para haber podido escuchar el repertorio completo del último disco que ha sacado el cuarteto, Und es Ward Licht! (¡Que se haga la luz!), un álbum dedicado a la Ilustración y a la luz que dio al mundo, todo en do mayor, y que se presentó el pasado 29 de Septiembre en el Museo Cerralbo.
Y, efectivamente, se hizo la luz. El primer cuarteto de Haydn, también llamado “El pájaro”, y no en vano, comenzó con Cibrán Sierra, violín segundo, y Josep Puchades, viola, pegados como uno solo, logrando una sinonimia sonora de un par de polluelos ahuecando las plumas. Les siguió Aitor Hevia, primer violín, con unos trinos precisos y delicados de los primeros cantos matutinos. Al sumarse Helena Poggio, cello, el escenario se convirtió en una algarabía agitada de toda la bandada pidiendo el desayuno. Los músicos se fundían entre ellos, llegaban a pianos insospechados, imposibles, que mantenían a toda la sala en un silencio atento, como esperando a que en algún momento dejaran de escucharse las notas. Pero no, todas y cada una de ellas estaban allí, claras y precisas, revoloteando en el diapasón de los instrumentos. Un pequeño dueto de los violines en el segundo movimiento fue adornado por reclamos pajariles que Poggio silbaba.
El tercer movimiento se tejió en un solo cuerpo sonoro con una coordinación llevada al límite y solo explicable ante la certeza de que el corazón de cada intérprete latiera al mismo tempo que el de sus compañeros. El cuarto movimiento recordó ese momento en que cae la tarde y pasas cerca de un parque. A esas horas, los volátiles habitantes de los árboles pían desde las copas con fuerza, anunciando la llegada de la noche. El tumulto de cantos se escuchaba también en el auditorio, pero en un orden consensuado, como si, cada uno en su vuelo, se dirigieran hacia el mismo verano.
“El pájaro” de Haydn fue, según revelaron unas cartas de 1781, el modelo inequívoco del cuarteto “De las disonancias” de Mozart. Los Quiroga fueron conduciendo los primeros acordes del adagio del primer movimiento de forma sinuosa, como si no quisieran que percibiéramos que se los pasaban de unos a otros, envolviéndose en la tonalidad.
En el segundo movimiento, se fue entretejiendo más y más la disonancia dibujada en los arcos. Una conversación entre el violín primero y el cello fue in crescendo acompasada por el violín segundo y la viola, que atestiguaban a negras el encuentro. Alguna inevitable patada al suelo terminó de confirmar la indudable crecida de intensidad del tercer movimiento, para llegar a un cuarto en el que los colores seguían brotando de las cuerdas e hipnotizaban a quien los estuviera escuchando. El apoyo, el entendimiento y la unidad que se palpaba en las tablas del escenario iba mucho más allá de la partitura. Pasaban de la más pura delicadeza a la pasión desenfrenada y vuelta al piano, como si rozaran la esquizofrenia. Realmente los Quiroga estaban plasmando en sus instrumentos el espíritu operístico de Mozart como si de personajes se trataran.
Tras una breve pausa, volvimos a Haydn, quien compuso sus cuartetos opus 71 y 74 tras la muerte de Mozart, y la energía no decayó. El protocolo mantuvo a raya los aplausos que, después de un primer movimiento lleno de emoción, clamaron por salir. En una concreción perenne, los finales se dejaban caer de forma tan natural como el respirar de un solo ente. Las yemas de los dedos de los intérpretes parecían percusionistas en acción. Sobra decir que, como imanes atraídos por el lugar exacto, no dejaban escapar ni una sola nota, a pesar de la velocidad que pidiera el movimiento. En el fin de fiesta del final del cuarteto, los rubatos parecían imitar el vaivén de unas copas de más, y la alegría hacía crujir las cuerdas con fuerza.
Por si fuera poca la luz que nos habían encendido dentro, los Quiroga nos regalaron un último bis, un último movimiento en do mayor, para acabar de nuevo con el compositor salzburgués y celebrar, no solo el nuevo álbum, sino también los diez años que cumple Puchades tocando con sus compañeros y los casi veinte del nacimiento del cuarteto.
“Estar vivos para poder tocar esto”, decía Cibrán Sierra con sus siempre certeras palabras. “Estar vivos para poder escucharos”, podríamos contestarle nosotros, pues, efectivamente, la música en sus manos nos devolvió la luz de la razón.
Alicia Población
Cuarteto Quiroga
Auditorio Nacional de Música de Madrid
Obras de Haydn y Mozart
Ciclo Liceo de Cámara, Centro Nacional de Difusión Musical
Foto © Elvira Megías