El Festival Internacional de Santander vivió la noche del pasado 5 de agosto un terremoto lírico y emocional inolvidable. Treinta años exactos después del homenaje que la cita estival cántabra rindió al mítico Giuseppe di Stefano, la gala protagonizada por Sondra Radvanovsky y Jonathan Tetelman supuso la mejor celebración posible del centenario de la muerte de Giacomo Puccini y la constatación de que, pese al tiempo transcurrido, su manera de entender el canto y favorecer la melodía sigue gozando de muy buena salud.
Vaya esta afirmación no tanto por las descomunales ovaciones con que el público respondió a a todas y cada una de las intervenciones de los cantantes, que también, como por la perfecta asimilación que estos evidenciaron de un estilo que, a falta de un calificativo más preciso, denominaremos mediterráneo y que es tradición y leyenda. A ella pertenecen los grandes cantantes del pasado y, desde hace tiempo y por derecho propio, Sondra Radvanovsky. Por eso no es casual y nos parece muy acertado que el propio Tetelman la etiquetase como eso, como una leyenda, en una story de Instagram horas antes de la gala.
Lo que sucedió en el transcurso del concierto que se reseña sería tan prolijo de narrar como difícil de resumir. Sirva a ese fin detallar que no sólo se interpretaron fragmentos instrumentales, arias y dúos de óperas puccinianas como Manon Lescaut, Tosca y Turandot, sino también de Verdi (La Forza del Destino y Macbeth), Giordano (Andrea Chénier) y Mascagni (Cavalleria rusticana). Y sirva también señalar que la enorme voz de lírico spinto de la Radvanovsky resonó desde la primera nota del aria de Leonora y hasta la última fila del auditorio con una espectacular messa di voce que, además de una lección de canto, constituyó la antesala de todo lo que estaba por venir.
El largo y exigente programa posibilitó una sucesión infinita de smorzature y filados en lo que pudo parecer un alarde atlético, pero que en realidad era el uso discreto de los recursos expresivos necesarios no solo para componer una ilusión y recrear a Tosca, sino para serlo. Algún maniático se atreverá a señalar que el timbre ha perdido algo de lozanía, pero si así fuera, ¿a quién le importa? La redondez y homogeneidad del instrumento permanece intacta y sigue siendo tan admirable como su caudal, extensión y capacidad de penetración, de manera que, ya sea una nota grave o aguda y pese a que toda la orquesta toque forte, por encima siempre distinguimos la voz y la reconocemos como suya. Y luego está, claro, el talento dramático, su absoluto dominio de la escena y su innata facilidad para comunicar con el público.
En igualar esa reacción química que es la conexión emocional con el que escucha, se afanó también Jonathan Tetelman, tenor “grande lírico”, según se autodefinió en la entrevista que concedió a Ritmo (nº 977) hace unos meses. Anoche lo logró plenamente. Que el timbre es muy agradable, de los que no abundan por su calidez y generosidad, lo sabíamos quienes hemos escuchado alguna de sus grabaciones; el disfrute aumentó ante su desenvoltura escénica, la atención al fraseo (Macbeth), el esmero en el juego de dinámicas (Turandot) y la penetración de un agudo cuyo cuerpo y brillo deseamos que conserve durante al menos tantos años como su colega.
Soprano y tenor estuvieron muy bien acompañados por una versátil Orquesta Sinfónica de Bilbao y la batuta de Riccardo Frizza, director de esos que respiran con los cantantes y ayudan a dar lo mejor de sí mismos a los que le rodean. No sé si esa es la vieja escuela o la única, pero sí sé que el éxito colosal de la velada también es suyo.
Darío Fernández Ruiz
73 Festival Internacional de Santander.
Sondra Radvanovsky, soprano.
Jonathan Tetelman, tenor.
Orquesta Sinfónica de Bilbao.
Ricardo Frizza, director.
Obras de Puccini, Verdi, Giordano y Mascagni.
Sala Argenta del Palacio de Festivales, Santander
Foto © Pedro Puente