Aunque lleva la etiqueta de melodramma giocoso, que sugiere un sustrato más bien serio y sentimental, La Cenerentola es un irresistible vendaval de comicidad e ingenio por parte de Rossini en la que, sin duda, es una de sus partituras más inspiradas y que mejor han resistido el paso del tiempo. Ese elemento humorístico se ve especialmente resaltado en la producción que, procedente del Teatro dell’Opera di Roma, pudo verse el pasado día 21 de mayo en el Gran Teatre del Liceu.
La puesta en escena que firma Emma Dante es un prodigio de imaginación, con una estética propia de una caja de música dieciochesca con un toque grotesco. Uno de sus muchos aciertos, además de una dirección de actores dinámica y vivaz, es la presencia de unos autómatas con mecanismo de cuerda, similares a la Olympia de Les contes d’Hoffmann de Offenbach. Esos autómatas secundan a Cenerentola en sus labores domésticas y son absolutamente indistinguibles a ella. Aunque la ópera de Rossini y su libretista Jacopo Ferretti excluye deliberadamente todo elemento mágico o maravilloso, estos autómatas logran transmitir, a pesar de su carácter mecánico, una humanidad que no tienen otros personajes de carne y hueso. Y, sobre todo, rodean a la protagonista, la acompañan y mitigan la soledad en la que vive. En un juego de simetrías, otro tanto puede decirse de los autómatas que siguen al Don Ramiro disfrazado de criado. Los movimientos coreográficos de Manuela Lo Sicco logran ese milagro de aportar vida a esos autómatas.
No obstante, y como en todo buen cuento, no falta el elemento cruel. Así, Dante no se anda con rodeos y no descuida oportunidad alguna de resaltar las palizas que su padrastro y hermanastras le dan a Cenerentola a la menor ocasión, especialmente en la escena de la tormenta. Aunque, puestos a maltratar, Don Magnifico no se olvida tampoco de sus hijas. El personaje, además de grotesco, adquiere de ese modo un perfil netamente odioso.
La clasicista escenografía de Carmine Maringola, la iluminación con sutiles colores pastel de Cristian Zucaro y el vestuario de Vanessa Sannino, que bien puede calificarse de rococó surreal y sin complejos, redondean una producción que, a nivel teatral, funciona como un reloj. Otro tanto cabe decir de la parte musical.
El papel protagonista lo abordó Maria Kataeva, una mezzosoprano que tiene un registro grave que evoca de inmediato el mundo eslavo, pero que alcanza también con brillantez el agudo y es capaz de abordar las endiabladas agilidades del rondó final con absoluta facilidad y, además, desbordando carisma. A su lado, lució también el tenor Javier Camarena como Don Ramiro por la calidad vocal, la elegancia de su fraseo y su conocimiento del estilo belcantista. Sus portentosos agudos en el aria del segundo acto llevaron al público a aplaudir antes de tiempo.
El Dandini de Carles Pachon tuvo la vis cómica adecuada al papel, tanto a nivel escénico como vocal, no tanto el Don Magnifico de Paolo Bordogna, que acentúa el carácter histrión y grotesco del personaje, pero a cuya voz le falta cuerpo y color para lucir como bajo rossiniano. El Alidoro de Erwin Schrott sobresalió por presencia escénica y vocal, mientras que Isabella Gaudí como Clorinda y Marina Pinchuk como Tisbe mostraron una complicidad y compenetración impecables. La sección masculina del Cor Madrigal, por su parte, no hizo añorar al coro titular del Liceu.
En el foso, y a pesar de ciertos desajustes al inicio y de una cuerda algo tímida, Giacomo Sagripanti hizo que todo fluyera con una chispeante ligereza. De tempi por lo general vivos, su lectura destacó por su inteligencia a la hora de arropar a las voces y resaltar la inventiva de la escritura instrumental rossiniana, dar vida a sus característicos crescendi y, en algunos pasajes de las maderas, aportar cierto aire mozartiano en absoluto molesto.
Juan Carlos Moreno
Javier Camarena, Carles Pachon, Paolo Bordogna, Isabella Gaudí, Marina Pinchuk, Maria Kataeva, Erwin Schrott.
Cor Madrigal.
Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu / Giacomo Sagripanti.
Escena: Emma Dante.
La Cenerentola, de Rossini.
Gran Teatre del Liceu, Barcelona.
foto © A. Bofill