Vale que uno es un poco rarito y tiende hacia lo experimental y alternativo y poco convencional. Vale. Pero de vez en cuando aparece algo absolutamente atractivo y no importa que pertenezca al canon y a lo masivamente celebrado. Se lo ofrecen y allá que va el usualmente iconoclasta sin pensar. Es más: por el camino ya está salivando con el placer que espera.
El programa del jueves de Ibermúsica en el Auditorio Nacional era de esos que sólo los psicópatas pueden rechazar, y a veces ni siquiera estos. Tres obras consagradas del repertorio, sí, y admiradas unánimemente. Y tres glorias por construcción, coherencia e inspiración (si es que alguien sabe qué es eso de la inspiración). Claro está que tanta expectativa puede convertirse en el preludio de una decepción más grande que el final de Lost. Y la ilusión y la posible decepción se multiplican si los intérpretes son la Sinfónica de Radio Fráncfort, Alain Altinoglu y Denis Kozhukhin, todos de sobrado y demostrado talento.
Uno entró en el Auditorio con tantas ganas como miedo, para qué negarlo. Y aguardó, como bautizo de fuego de la velada, a cierto y famosísimo solo de flauta (sí, solo sin tilde). Impecable y emocionante. Así empezaba, de la mejor manera posible, el Preludio a la siesta de un fauno, una de las joyas del repertorio sinfónico. Vamos, canon puro, aunque su estreno resultase un escándalo tanto por la propia música (Saint Saens se crispó al no hallar la forma) como por la sensual coreografía de Nijinsky (esto hoy en día nos parece propio de casposos, pero recordemos que en Madrid de vez en cuando hay quien se escandaliza, por ejemplo, por una obra sobre Santa Teresa).
Actualmente, esta pieza forma parte del imaginario sonoro común. El soberbio solo de flauta hizo justicia a la música. Lo que vino después, a medias. La primera trompa tomó el relevo de la flauta y patinó. El discurso global se desarrolló a un buen ritmo, fluido, coherente con una música que parece generarse a sí misma (aunque no lo entienda Saint Saens), pero los volúmenes no estuvieron a la altura. Los vientos fueron tapados en demasiadas ocasiones por una cuerda poderosísima incluso en los pianos. Cuerda que, además, abusó del vibrato e incluso dejó caer algún portamento. En resumen, una cuerda que romantizó a Debussy, uno de los asesinos del Romanticismo.
A continuación, llegó el turno de Ravel. Como solista, un Denis Kozhukhin que tocó con una facilidad casi insultante, y buceando hasta el fondo en compases que siente con todo el corazón y todo el cerebro. Su conocimiento de la partitura quedó demostrado en la claridad de su discurso, incluso con la fuerza y velocidad que llegó a alcanzar, así como en la capacidad para alzar detalles melódicos y rítmicos que ningún otro intérprete saca a la luz.
Kozhukhin, además, apostó por el componente jazzístico de la obra, destacando todas las sonoridades propias del estilo y con una actitud que convirtió el Auditorio en un club neoyorquino. ¿Y la orquesta? Desdibujada. Además de arrastrar el mismo problema de volúmenes que en el caso anterior, borrando motivos melódicos importantes de la obra, se situó en una posición de acompañante en el peor sentido. Está muy bien no invadir el espacio del solista, pero una orquestación tan soberbia como la de Ravel no se puede mostrar con tanto pudor.
Tras la pausa, Rimsky Kórsakov apareció con su Scherezade, otra maravilla justamente célebre. Y entonces sí, entonces la orquesta brilló, homenajeó al autor y se homenajeó a sí misma. El problema de los volúmenes se mitigó, aunque sólo fuese porque el número de vientos es más amplio. La construcción se desarrolló con un enorme vitalismo, lleno de cuidado en las secciones más líricas y de espectacularidad en las extrovertidas.
Una obra como esta, repleta de motivos que se repiten una y otra vez, necesita de emoción y fluidez para no pesar, y los alemanes cumplieron a la perfección. Emoción, fluidez y vitalismo que contagiaba desde el podio su director. En las obras anteriores no le faltó el gesto dinámico. En ningún momento. Altinoglu pudo no dar con la clave de los volúmenes, y dio un paso atrás como acompañante, pero sin duda lo hizo todo con plena coherencia, porque ese es su mundo sonoro, creyendo sinceramente en lo que hacía. Por lo tanto, el concierto no terminó convirtiéndose en una decepción. Fue agradable porque fue coherente, y eso se transmite más allá de debates estéticos y técnicos. Y fue eficaz como defensa del canon. Ahora, sólo falta preguntarse qué es un canon, si es necesario y para qué sirve. Un debate que lleva a otro que lleva a otro... igual que las cajas chinas de Scherezade.
Juan Gómez Espinosa
Sinfónica de Radio Fráncfort, Alain Altinoglu (dirección), Denis Kozhukhin (piano).
C. Debussy (Preludio a la siesta de un fauno), M. Ravel (Concierto para piano en Sol Mayor), N. Rimski-Kórsakov (Scheherezade, suite sinfónica op.35 “Las mil y una noches”).
Ibermúsica. Serie Arriaga. Temporada 2022/2023.
23 de marzo de 2023, Auditorio Nacional de Música de Madrid (Sala Sinfónica).
Foto © Rafa Martín