Para conmemorar los 75 años que se cumplieron el pasado mes de septiembre del fallecimiento de Richard Strauss, el Teatro de la Maestranza se ha atrevido con el desafío de programar (por vez primera en su coso y rescatando un montaje del Teatro bávaro de Ratisbona), una obra tan sublime y deliciosa, pero a la vez tan repleta de púas, como es “Ariadne auf Naxos”. Todos sabemos que para un alemán el humor es una cosa muy seria, por lo que mucho me temo que tanto a Strauss, como sobre todo a su eminente libretista (el impagable Hugo von Hofmannsthal), no estarían muy de acuerdo con el derroche de gracia, ligereza y jolgorio, con ese bufido de folclore andaluz, con la explosión de luz, color, frenesí y liviano divertimento, con ese ambiente kitsch y el interminable abanico de slapstick desplegado por Joan Antonio Rechi (muy aplaudido al final de la representación) en su amena y entretenida, eso sí, puesta en escena. Lo que pretende el andorrano con el despojamiento del trasfondo intelectual de la obra, quizá sea reírse de esos mitos sagrados que históricamente ha reverenciado nuestra sociedad. El longevo metateatro (aquí, metaópera) que crearon Cervantes (El retablo de las maravillas) y Shakespeare (Hamlet), trasvasado a los gustos del catódico espectador de nuestro tiempo.
Nos trasladamos hasta 1938 al interior del palacete de algún gerifalte nazi. Los retratos de Hitler y Franco rememoran la estrecha colaboración existente entre ambos tiranos durante nuestra Guerra Civil, como así lo demuestra el viaje de una delegación de cineastas patrios, con Imperio Argentina a la cabeza, que fueron invitados por Goebbels a rodar “Carmen la de Triana” en los estudios de la UFA. Este es el giro argumental elegido para darle legitimidad a la sustitución de las máscaras italianas de la Commedia dell’Arte por una compañía de flamenco, semejante a la que reflejara Fernando Trueba en su comedia de enredo “La niña de tus ojos”. Un mayordomo con bigotito imitando el tono violento y la exagerada gestualidad de la que hacía gala el führer en sus mítines, nos confirma qué convulsos tiempos estamos pisando.
Alrededor de este avispero histórico y humano (acicalado por el soberbio trabajo de vestuario de Sandra Münchow) arranca el vertiginoso Prólogo (o primer acto) de la obra, en el que Rechi homenajea hasta la saciedad el picaresco universo del vodevil, donde el equívoco y lo frívolo campea a sus anchas, personificado en esas puertas que no cejan incansablemente de abrir y cerrarse. Como si estuviéramos conviviendo en una de esas legendarias comedias sofisticadas del maestro Ernst Lubitsch, los cantantes entran y salen de ellas con una sincronización digna de un reloj suizo, dispersando el regista una frenética tela de araña de enredos y encontronazos, que no ceja de mirarse en el espejo del universo cinematográfico. Si en el Prólogo es imposible no acordarse de ese rey de la sugerencia cinematográfica que fuera el progenitor de “Ninotchka” o “Ser o no Ser”; en la Ópera (o acto segundo) quienes parecen resucitar ante nosotros son aquellos irreverentes Hermanos Marx haciendo de las suyas en la inmortal “Una noche en la ópera” (Ruth Rosique, que interpreta a Echo, podría pasar por el mismísimo Harpo Marx con sus torpezas y salidas de tono encima del escenario). Pero aun podemos encontrar más elementos y planteamientos narrativos netamente cinematográficos en su parte final, sin duda lo más brillante y certero de esta adocenada propuesta escénica, cuyo encanto radica precisamente en la ligereza de su tono (aunque desespere a veces la falta de introspección). Mientras Ariadne canta sus últimos versos aún sobre el escenario, un montaje en paralelo nos adelanta ya los saludos y agradecimientos mudos de todo el elenco operístico cabeceando al respetable con el telón bajado. El cine ha sido siempre el arte de la manipulación del tiempo y aquí Rechi obra el milagro de mezclar dos tiempos completamente opuestos sobre un mismo escenario (presente y futuro). Como ese magistral salto de eje conclusivo donde de repente el ángulo de visionado se nos invierte contemplando a los cantantes de espaldas junto a su cómplice e iluminada mirada finita hacia el patio de butacas. Puro Fellini.
Lo que sí podría achacársele a Rechi es su falta de contención y seriedad en los momentos más poéticos y profundos que pueblan la obra, donde el verdadero protagonista debería de ser exclusivamente el texto y la música, pero nunca la bobería. El habernos ahorrado esas incesantes gracietas que distraen, eclipsan y alejan al público del ilustrado mensaje hofmannsthaliano como, por ejemplo, cuando Ariadne cree entrar en el reino de las sombras de la mano de Hermes o el pasaje donde el compositor se explaya con aquel manifiesto memorable que cierra el Prólogo: “¡la música es un arte divino, que reúne todas las clases de valor, como querubines alrededor de un trono resplandeciente! ¡así es la música, y por ello es sagrada entre las artes!”, instantes que no merecen ser emborronados en su desarrollo por ninguna bufonada. El caos y el desconcierto sin límites, el reírse de hasta uno mismo está francamente bien, pero incluso dioses del género como Lubitsch, Sturges, Leisen, Hawks o Billy Wilder, concedían a la comedia también sus descansos y tiempos muertos. Y es que, acercar a empujones a Strauss hacia el universo Rossini es un juego bastante temerario (incluso hasta para “La mujer silenciosa”).
Admirable reparto
El Maestranza acertó de lleno en la complicadísima tarea de engarzar la larga lista de intérpretes que acarrea esta producción, pues la complicidad, química y uniformidad del casting fue descomunal (del primero al último). Se notan las horas de vuelo que lleva recorridos la curtida soprano armenia Lianna Haroutounian dando vida a la abandonada princesa, sin duda el canto más esplendoroso y encandilador de todo el extenso reparto. Voz potente y rotunda que brilló tanto en su Lamento inicial como en el orgiástico final, con su caudalosa voz de limpia emisión en el agudo y un registro grave repleto de anchura. El tenor Gustavo López Manzitti, como es ley entre los argentinos, aparte de cantar estupendamente es un actor extraordinario. Si bien su timbre es más spinto que helden, bordó a la perfección el rol de Baco, saliendo ileso del desafío que acarrea su escarpada tesitura. Todo un acierto el iniciar su participación desde el anfiteatro, lo que produjo el efecto real de ir acercándose a la isla lentamente. Su fraseo viril, la expresiva fisicidad y la parrandeada comicidad en escena fueron abrumadores.
Pese a que ostente un instrumento limitado tanto en decibelios como en su registro grave, el Compositor de la norteamericana Cecelia Hall desarrolló, en cambio, grandes dosis de delicadeza y candidez en su línea de canto, haciendo evolucionar acertadamente al personaje (arrancó algo fría) hasta llegar a su glorioso monólogo. Para esta continuación del Octavian del Rosenkavalier, dejó bien claro que es mucho más adecuado elegir a una mezzo para el rol. Gran acierto. La sagaz Zerbinetta de la donostiarra Elena Sancho se explayó eficazmente en la agilidad, flexibilidad y coloridas piruetas exigidas por Strauss, emitidas de forma natural y seductora, en espera de una mayor expansión vocal que le posibilite adentrarse en un futuro en el repertorio lírico ligero. Estupendo el Maestro de música de José Antonio López que solventó las complicaciones idiomáticas y el endiablado ritmo de sus recitativos, con una magnética presencia y un canto noble y paternal. Correcto Carlos Daza como un vivaz Arlequín. De las tres ninfas sobresalió, por sus dotes actorales y su gracia, la Echo de Ruth Rosique. Destacar también el pétreo y tupido timbre grave del mexicano Daniel Noyola que destacó entre las “aflamencadas máscaras” como un abisal Truffaldin.
Algo gélido y con alguna caída de ritmo en las primeras escenas, la labor de García Calvo (siempre pendiente de los cantantes) fue en continua progresión, elevando la temperatura de la obra conforme pasaba las hojas de la partitura. Su gran labor directoral (con un trabajo casi de orfebre) eclosionó en la segunda parte, llevando la música hacia una dimensión de inusitada belleza y seductora atmósfera que por obra y gracia de los efectos especiales fabricados por el prestidigitador Strauss, es capaz de convertir una formación de poco más de treinta músicos en una poderosa orquesta sinfónica. Su concertante clímax final fue de una intensidad desgarradora, rebosante de pureza, beldad y grandiosidad. No se la pierdan.
Javier Extremera
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 14-diciembre-2024. Richard Strauss: Ariadne auf Naxos. Lianna Haroutounian, Elena Sancho, Gustavo López Manzitti, Cecelia Hall, José Antonio López, Carlos Daza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Director musical: Guillermo García Calvo. Director de escena: Joan Anton Rechi.
Foto © Guillermo Mendo