Empezaba una nueva andadura de la ROSS con casi la mitad del teatro vacío: ¿tendría que ver esto con la infausta huelga que llevó a cabo la orquesta, en la que escamoteó los dos últimos conciertos de la temporada, coincidiendo con la renovación de los abonos? Porque no sería por el programa: oíamos por primera vez una obra de Siegfried Wagner -su Concierto para violín y orquesta-, heredero de muchos rasgos característicos de su padre: la riqueza orquestal, el dominio de la forma o el gusto por el color, si bien su visión nos resultaba más conservadora, y desde luego menos inquietante, acaso más escolástica que sentida.
Pero presentaba el doble interés del conocimiento directo del vástago wagneriano, a la vez que suponía una expansión de los trillados programas concertísticos. Y además nos dio la oportunidad de volver a escuchar a Alexandre Da Costa, un extraordinario violinista canadiense que nos visita desde hace años, como él mismo recordaba en perfecto español antes de interpretar como propina una versión del Aleluya, de su paisano Leonard Cohen, para violín y cuarteto, con la colaboración de los solistas de cuerda de la ROSS. Desde la primera nota -literalmente- del concierto de violín, el sonido de su Stradivarius se disparaba como una bala hacia la sala. La intensidad de la obra requirió de tal instrumento y un no menos pasional violinista, que asumiese parte de los conflictos que plantea la ópera del mismo autor en la que se basa. A estas alturas, hablar del virtuosismo, de naturalidad y entrega con la que Da Costa se implica con la obra, la vida que imprime a la partitura y su perfección técnica puede parecer redundante, pero hay que volverlo a señalar, porque él nos lo recuerda cuando toca.
La segunda mitad fue de Wagner padre, y a ellas se entregó Axelrod con profesionalidad, pero no pasión, como habitualmente ocurre en un director al que nos atreveríamos a llamar “mediterráneo”, por ese hedonismo, luminosidad y colorido que estampa en cuanto interpreta. Pero no. Estuvo, pero a distancia. Y eso que eran dos fragmentos tan conocidos como disímiles del mundo wagneriano: el Idilio de Sigfrido, que representaba la música intramuros, el regalo para su esposa, para su hijo, con aquellos 13 músicos en la escalera de su casa el día de Navidad. De hecho, el tema que abre la pieza se denomina "melodía de paz", mientras que la que entona el oboe es una canción de cuna. Y luego, la ópera wagneriana rompedora, enorme, el Tristán: su Preludio y la Muerte de Isolda sonaba bien matizado y detallista sonaba con intensidad en la sala, pero sin el amor necesario.
Carlos Tarín
Alexandre Da Costa, violín. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla / John Axelrod.
Obras de Wagner.
Teatro de la Maestranza, Sevilla.
Foto © Guillermo Mendo