De todas las creaciones bellinianas, “Norma” es la más rica por el modo profundamente realista en que la auténtica melodía se une a la íntima pasión.
Richard Wagner, 1837
“Norma”, la octava de las diez óperas que nos legara el siciliano Vincenzo Bellini, no tendría esa presencia tan habitual y perentoria en las programaciones del mundo entero, sino fuera por la herencia imborrable que dejó en su carrera la irrepetible Maria Callas, que recuperó e hizo suyo el rol, haciéndole traspasar la frontera de la eternidad y la unicidad. Sin duda, “Norma” no sería hoy “Norma”, si la soprano griega no se hubiera travestido con sus ceremoniales hábitos. Y es que la inmortal diva, pareció sentir una predilección especial por estos personajes femeninos filicidas, como también lo demostró rescatando del olvido la “Medea” de Cherubini, icono de la mitología trágica helenística a la que tanto debe esta “Norma”.
Y como guiño al Centenario de su llegada al mundo que conmemoraremos el próximo 2 de diciembre, el Maestranza ha elevado acertadamente sobre sus tablas un vistoso y sólido montaje de esta obra clásica, piedra angular del belcantismo, complementándola con una exposición con fotografías e imágenes de la vida y milagros de la que fuera calificada como “la Divina”, en la que se pueden admirar también las reproducciones del vestuario original (un vestido más asceta y otro rabiosamente majestuoso) que esta Greta Garbo de la ópera se enfundó para las míticas representaciones parisinas de 1964, dirigidas por su reverenciado Franco Zeffirelli.
La laberíntica “Norma” es un entuerto para cualquier soprano, pues aparte del esfuerzo físico que supone (está casi siempre en escena), demanda un registro agudo amplísimo y ágil, tiznado de una afilada coloratura, además de exigir una gran carga de expresividad y una línea de canto oscura y grave para los pasajes más dramáticos. Algo que intentó hasta la extenuación Yolanda Auyanet, que se dejó la piel sobre el escenario, muy bien dirigida tanto en lo musical como en lo actoral, acertando plenamente a la hora de representar los distintos estados mentales y anímicos por los que va pasando la traicionada sacerdotisa.
La canaria se ha convertido en un referente vocal del coso sevillano, ya que en unos meses ha enlazado Elisabetta (Roberto Devereux) y Tosca con esta eterna pitonisa gala, saliendo bien parada del desafío ante tal diversidad y complejidad de registros. Ella es una todo terreno y pese a cantar un par de días antes constipada, demostró en su segunda representación su valía y aplomo con una Norma muy humana y enérgica, sólidamente cantada y matizada, técnicamente eficaz y rotunda en la emisión, eso sí, más cómoda en los pasajes líricos que dramáticos (algunos sobreagudos resonaron forzados).
Pocas arias existen en el repertorio más populares que la infinita “Casta Diva” que Auyanet esbozó con elegancia y mucho oficio (sobre todo sabiendo en cada momento donde respirar). Pero dónde más relució su instrumento y su sapiencia interpretativa fue en los magníficos dúos que regaló al final del Acto primero y arranque del Segundo (etéreo y hermoso “Mira o Norma”), junto a la soberbia Aldagisa de Raffaella Lupinacci, sin duda la más esmerada del equilibrado casting. La italiana con el tiempo podría llegar a ser una oscura e impactante Norma de rotundo centro, afelpado registro grave, una refinada presencia y una emisión fresca y poderosa. Estuvo deliciosa en los bellísimos dúos junto a la deshonrada sacerdotisa. El Pollione de Francesco Demuro se sitúo en el extremo emocional opuesto a las voces femeninas, pues aunque posea un fraseo atractivo (sobre todo en el centro) que consigue delinear plenamente las frases, su nasal instrumento posee muchas limitaciones en cuanto arrojo, carnosidad y bravura, trasmitiendo además poca emoción y furor. Con algunos problemas respiratorios, el Oroveso del veterano Rubén Amoretti.
Amor y Guerra
El gran triunfador de la noche junto a la Lupinacci fue sin duda el director canadiense Yves Abel (que ya el pasado año condujera en este mismo atril un acertado Roberto Devereux) que desplegó una vivaz paleta de colores sobre la aterciopelada orquesta, degustando y deteniéndose continuamente en el saboreo de esas melodías infinitas marca de la casa belliniana. Dirección refinada, equilibrada y cristalina, rítmicamente irreprochable, siempre al servicio de los cantantes, muy a gusto en ese mezzo forte que reclama este melodrama belcantista romántico, junto a una orquesta que sonó cabal y afinadamente ensamblada al elemento canoro en todas sus líneas (incluidos unos contenidos metales). Como el magnífico Coro de la Maestranza, que volvió a demostrar que se encuentra en un estado de forma envidiable.
La propuesta escénica de Berloffa rechaza esa Galia del siglo I a.C., para situarla en los tiempos decimonónicos en que Bellini escribiera su partitura (1831), cuando Italia aún no existía ni estaba unificada, pero ya se podían sentir los vientos del futuro Risorgimento. Así que itálicos e invasores austríacos, oprimidos (casi todos heridos de guerra y viudas) y opresores, se devoran bélicamente en una escena muy “verdiana” con un decorado único, encarnado en una mansión de arquitectura neoclásica en ruinas por la guerra. Elogiable el trabajo de iluminación de Marco Giusti que supo jugar eficazmente con las emociones en cada escena.
Para los cuadros más íntimos y dramáticos, Berloffa encierra en una habitación desnuda del palacete a los personajes, impregnando de terror gótico incluso la atmósfera, en una escenografía que parece intentar rememorar la claustrofóbica “Otra vuelta de tuerca” de Henry James o incluso los espíritus fantasmales del filme “Los Otros”, sobre todo con el aterrador momento en que Norma (a lo Magda Goebbels) va envenenando a sus hijos (aunque sorprendentemente vuelvan al poco rato a la vida).
Donde de verdad se la juega el italiano es en la shakespeariana conclusión, al sustituir pertinentemente (¡los tiempos mandan!) las redentoras y chispeantes llamas por el vil acero, para acabar con la vida de los desdichados amantes. En definitiva, una notable y desgarradora “Norma” de tintes clásicos, bien cantada y mejor dirigida, que nadie debería de perderse, aunque solo fuera por hacer feliz a la Callas, allá donde esté. O como diría el mismísimo Richard Wagner, “por escuchar esas melodías que son más deliciosas que nuestros sueños”.
Javier Extremera
Yolanda Auyanet, Francesco Demuro, Raffaella Lupinacci, Rubén Amoretti.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro del Teatro de la Maestranza. Director musical: Yves Abel.
Director de escena: Nicola Berloffa.
Vincenzo Bellini: Norma.
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 15-noviembre-2023.
Foto © Guillermo Mendo