Si la idea de Amadeus funcionó en el cine, y de qué manera, mantenerla viva al subirla a un teatro con música en directo parecía asegurar el éxito. Claro que, como allí, dependía no ya de las obras de Mozart en sí, sino también de sus intérpretes musicales y sus impulsores dramáticos.
Y para nosotros esto último fue lo que falló, al dejarlo en manos de un clásico del teatro sevillano, Roberto Quintana, que no entendió del todo la esencia de los personajes (Salieri, por ejemplo, no es un viejo llorica y quejumbroso: mediante su meditada venganza -en la trama de Shaffer/Forman- pretendía superar por fin a Amadeus), y a veces los mensajes de la obra, recreándose demasiado en la supuesta chabacanería de Mozart -que finalmente fue sólo suya-, precedido todo de una parrafada inicial que se llevó buena parte de su tiempo y, de paso, de la atención del espectador.
Por fortuna, la interpretación del maestro Axelrod, responsable de la idea de la traslación cine-teatro, estuvo por encima de lo que esperábamos, aunque ya había dado un buen aviso con su obertura de Guillermo Tell la semana anterior. Una orquesta reducida -aunque no cabía mucha gente más en la pequeña escena del Lope de Vega hispalense-, unos fraseos precisos, claros, diáfanos, como las texturas resultantes, situaron la música en su época, a lo que pensamos que la seca acústica de un teatro pensado para la voz ayudó, al asemejarse a la de los salones palaciegos o teatros de época, antes que a los modernos y más reverberantes auditorios actuales.
Naturalmente, fue una selección de la música de la película (en la que se suelen oír sólo fragmentos de una obra o movimiento, y que aquí se oyeron enteros), que finalmente incluyó una selección de su Requiem. Se respetó el orden de aparición en la cinta, y así el inicio de la Sinfonía nº 25 nos produjo una feliz impresión para empezar, porque esperábamos algo más almibarado o colorista, pero no transparente, directo, sin efectismos. Incluso Axelrod se animó a protagonizar el lento del Concierto para piano nº 23 que, sinceramente, hubiésemos preferido oírselo a Postnikova, la pianista titular de la ROSS; pero, en fin, estuvo bien ver dirigir y tocar como se hacía con frecuencia en la época.
Más encontradas sensaciones encontramos en el Requiem, desde el Introito inicial, que nos pareció que adoleció de algo más de contrastes, u otros pasajes más espirituales, que nos pareció que no pasaba del papel, sin ahondar en la profunda espiritualidad que envuelve ese regalo último que Mozart regaló a la humanidad; por el contrario, Rex tremendae o el Dies Irae resultaron espectaculares. Los cantantes, jóvenes, estuvieron en general acertados, empezando por la soprano vallisoletana Martín-Cartón, de voz muy fresca y hermosa, pero que tiene que proyectar mejor, sobre todo en los agudos y con ello homogeneizar el registro.
Más difícil lo tiene la también joven Verrecchia, una mezzo con un registro demasiado enmascarado, que casi no la deja moverse, vocalmente, claro. Sanabria y Coca, tenor y bajo respectivamente, nos dejaron un magnífico recuerdo en el poco tiempo que pudimos oírlos. Creciente el coro del Maestranza y sublime la orquesta desde el primer minuto. El resultado final fue muy positivo, aunque acaso de prolongada extensión, sobre todo pensando en los niños para los que se había programado una matiné el domingo.
Carlos Tarín
Lucía Martín-Cartón, Laura Verrecchia, Juan Antonio Sanabria, José Coca.
Coro de la AA del Teatro de la Maestranza.
Real Orquesta Sinfónica de Sevilla / John Axelrod.
Obras de Mozart. Teatro Lope de Vega, Sevilla.
Foto de Guillermo Mendo.