Música clásica desde 1929

 

Críticas seleccionadas de conciertos y otras actividades musicales

 

Crítica / Adriana Lecouvreur: el brillo de las protagonistas y Luisotti - por Francisco Villalba

Madrid - 26/09/2024

Como muchas óperas compuestas a principios del siglo pasado, el melodrama romántico de Cilea, Adriana Lecouvreur, se basa en una obra en prosa escrita para el lucimiento de Sarah Bernhardt y a pesar de su éxito inicial cuando se estrenó en 1902, nunca ha ocupado un puesto importante en el repertorio, siendo ignorada hasta que una soprano con renombre pide su producción.

Las exigencias vocales de la diva no son excesivas, por lo que el papel es asumido por las cantantes más en el ocaso de su carrera que en sus inicios. En el pasado la interpretaron Maria Caniglia, Renata Tebaldi, que pidió a Rudolf Bing que la representase en el Met; Magda Olivero, para muchos la suprema intérprete del personaje; Renata Scotto, Joan Sutherland y nuestra Caballé, que lo cantó en Madrid en 1974, junto a un jovencísimo de 28 años y glorioso José Carreras. En aquella ocasión se escribió de la grandísima: “Toda la vida se recordará ese hilo de voz que la acompañó mientras se recorría el escenario de parte a parte en el más bello filado jamás cantado ‘Tutto e finito’ (Libro de los 25 años de la Asociación de amigos de la ópera de Madrid, pag 166)”. En 1988 se volvió a representar en el Teatro de la Zarzuela con Natalia Troitskya, Jaime Aragall y la enorme Elena Obraztsova.

En esta ocasión, en el Teatro Real, la obra nos llega en una más que rodada producción, creada por David McVicar y su equipo para el Covent Garden en 2010, aquí recreada por Justin Way y que la sitúa en la época de la acción, el siglo XVIII. Charles Edwards ha construido un teatro dentro del teatro; su Comédie-Francaise está inspirada en el Teatro de la Opera del Margrave de Bayreuth, obra maestra de Bibiena, pero dándole un toque francés. Esta caja escénica es movible y se utiliza en tres de los cuatro actos de la ópera, viéndose por detrás y de lado en los actos 1 y 4, y por delante en el acto III para el ballet y el recitado de la protagonista.

Detrás del escenario elevado, la compañía está maquillándose, probándose el vestuario. La protagonista entra en un módulo, camerino,  en el que está ensayando el papel que va a interpretar. Incluso en el Acto II, la Villa de la Princesa a orillas del Sena, vemos un pequeño escenario con candilejas encendidas. ¿La vida y el teatro son un reflejo la una del otro? Todo esto hace que la puesta en escena resulte imaginativa.

El vestuario de Brigitte Reiffenstuel es estupendo y aligera un tanto la pesadez de los vestuarios reales del XVIII. La coreografía de Andrew George para “el Juicio de Paris” en el estilo del siglo XVIII, también está bien resuelto. Conmovedor el final de la representación cuando, una vez muerta la protagonista, toda la compañía avanza hasta la embocadura del escenario movible y le rinde homenaje con una reverencia.

Pero esta ópera se justifica solamente con la presencia de una verdadera estrella cantante intérprete. Aquí hemos tenido la suerte de contar con una excelente soprano, Ermonela Jaho, inolvidable Madama Butterfly en el mismo escenario. Es una cantante exquisita donde las haya y su interpretación de las dos arias más importantes de la ópera “Io son l’umile ancella” en el primer acto y “Poveri Fiori” en el cuarto, fueron una verdadera exhibición de estilo impecable, pianos sin mácula, control de la voz absoluto y capacidad de dotar a las palabras de una teatralidad indiscutible.

Pero… el pero es que además de estas dos arias el personaje tiene otros momentos que requieren una gran voz dramática, una “grandeur” de la que carece la excelente soprano; así que su recitativo de Fedra de Racine en el tercer acto quedó un tanto apagado y que en sus enfrentamientos con la Princesa ocurriese algo parecido. Pero con todo, una excelente interpretación en conjunto.

A la que no le faltó “grandeur” fue a Elīna Garanča, como la Princesa de Bouillon, mejor Duquesa, un personaje histórico llamada Maria Karolina Sobieska, que fue una de las damas que acompañaron desde Varsovia a la mujer de Luis XV, la reina Maria Leszczynska. Garanča es quizá la mezzo más cotizada de nuestros días; lo tiene todo, una voz grande, incisiva, capaz de agudos impecables y graves sonoros; además es una enorme actriz y, por si fuera poco, es de una apabullante presencia y belleza. Estuvo superlativa desde su entrada en el segundo acto con un “Acerba voluttà” arrollador y posteriormente en sus dúos con la protagonista, a la que involuntariamente ensombreció en varias ocasiones.

De otro nivel Brian Jagde, como Maurizio. Este tenor tiene una gran voz y se entregó al personaje con convicción, pero su escuela es bastante burda y no es capaz de controlar el torrente de sonido que emerge de su boca; no matiza en absoluto y se limita a emitir sonidos brillantes, sí, pero en ocasiones estentóreos. A niveles teatrales fue convincente.

Muy en sus papeles Nicola Alaimo como Michonet, Maurizio Muraro como el Príncipe de Bouillon y, como siempre, excelente Mikeldi Atxanlandabaso como el Abate Chazeuil.

Nicola Luisotti dirigió magistralmente a orquesta, coros y cantantes. Fue su lectura elegante, perfectamente integrada con lo que ocurría en la trama. Se notaba el que director disfrutaba con la obra y ese disfrute fue capaz de contagiarlo al auditorio.

Una excelente inauguración de la temporada con una obra mediocre perfectamente recreada.

Francisco Villalba

 

Ermonela Jaho, Brian Jagde, Elīna Garanča, Vicenç Esteve, Monica Bacelli, Sylvia Schwartz, David Lagares, Mikeldi Atxalandabaso, Nicola Alaimo

Coro y Orquesta del Teatro Real / Nicola Luisotti

Escena: David McVicar

Adriana Lecouvreur, de Francesco Cilea

Teatro Real, Madrid

 

Foto: Elīna Garanča (Princesa de Bouillon), Nicola Alaimo (Michonnet) y Ermonela Jaho (Adriana Lecouvreur) / © Javier del Real | Teatro Real

654
Anterior Crítica / La Filarmónica de Gran Canaria inaugura temporada con Puccini - por Juan F. Román
Siguiente Crítica / Otoño en Eisenstad: El Festival Herbstgold del Palacio Esterházy - por Agustín Blanco Bazán