Grigory Sokolov volvió al Festival Internacional de Santander y, como ya ocurriera hace dos años, deslumbró a un público que le venera como lo que es, uno de los grandes pianistas de los últimos cincuenta años.
La Sala Argenta del Palacio de Festivales rozó el lleno y su escenario se pobló de micrófonos y cámaras para recoger -suponemos que para una nueva grabación de Deutsche Grammophon- lo que Sokolov habría de hacer con las partituras de Purcell y Mozart que compusieron el programa del recital, aunque no sería de extrañar que las numerosísimas toses y ruidos parásitos que se sucedieron durante al menos la primera mitad dieran al traste con el resultado.
Sería una verdadera lástima, porque la impresión que nos dejó el ruso, más allá del aspecto desgarbado y ese gesto adusto que le caracterizan, fue magnífica. Conocíamos bien y volvimos a admirar su estilo peculiar, su mecánica infalible, el ataque preciso, la pulsación nítida, el prodigioso manejo de las dinámicas y la sutileza en el uso del pedal con el que obtiene ese sonido redondo y perlado tan suyo, hecho de gotas de agua.
Desconocíamos, en cambio, la encantadora y poco frecuentada música para clave de Henry Purcell, de la que Sokolov ofreció una generosa selección en la primera parte, con melodías diversas y tres de sus ocho suites: la segunda, la cuarta y la séptima. Miniaturas de tres o cuatro movimientos sobre un contrapunto de dos o tres voces, filigranas de escalas y arpegios que no dejaron de recordarnos a Bach y de ofrecer oportunidades para el lucimiento de la fantasía del intérprete.
Por contraste, las piezas de Mozart de la segunda parte nos fueron/son muy familiares: la Sonata nº 13 en Si bemol mayor K333 (11’30’’, 10,27’’, 8’51’’) y el Adagio en Si menor K540 (12’58’’). De ellas extrajo Sokolov no sólo insólitas luces y múltiples colores, sino que -y esto es lo que más me gustaría destacar- reveló voces que no habíamos escuchado antes.
Es ese personalísimo sentido de la articulación lo que le distingue y en el que, en mi opinión, se concentra la esencia de su estilo. Creo que el secreto del arte interpretativo de Sokolov se halla en su acierto para sacudir allí donde hace su nido la costumbre y en su manera de ligar las frases, fluida, serena, marcada por un sutil cambio de dinámica aquí o un leve 'rallentando' allí que, siendo fiel a la partitura, trastoca nuestras expectativas.
Terminado el programa, no faltó la consabida y siempre generosa ración de propinas, que arrancó con "Les sauvages" de Rameau (1'52''), prosiguió con sendos preludios de Rachmaninov (op. 23, n° 2 en Si bemol, 4'24'') y Bach (en Mi menor, BWV 855a, 2'28'') y culminó con un Chopin que nos pareció de otro mundo. Al menos, yo no sé decir qué pasó exactamente cuando sonaron la Mazurka op. 63 n° 2 en Fa menor (2'27'') y el célebre Preludio op. 28 n° 15 en Re bemol mayor (6'10''). Sólo sé que, por un momento, no se oyeron toses ni móviles ni nada que no fuera la música. Ya al final, una voz sacó a cada cual de su particular ensimismamiento con un conmovedor y conciso '¡Maestro!' que expresó certeramente la admiración de todos los presentes por este gigante del teclado.
Darío Fernández Ruiz
72° Festival Internacional de Santander
Grigory Sokolov
Sala Argenta del Palacio de Festivales de Cantabria