La música de Antonio Vivaldi es como un tesoro que nunca se acaba de descubrir. Un compositor que profundiza en su interior y que descubre la belleza de la esencia es, como hablan los maestros orientales, un sorprenderse a sí mismo. Sin embargo, la mera extroversión de la técnica, sobre todo en el Barroco, rivaliza con esa magia de la inspiración. Hay que trascender lo que las masas propician con su aplauso enardecido: el éxito. Ciertamente, un artista es siempre mucho más de lo que otros dicen y uno sabe de sí mismo.
Tras su muerte, Vivaldi entra en un silencio de doscientos años. Il prete rosso irrumpió en los auditorios después de la Segunda Guerra Mundial: junto a Las cuatro estaciones iban figurando conciertos tocados virtuosamente. Éste era el cariz que instrumentistas y directores imprimieron a sus obras; conservatorios de los cinco continentes apreciaron en él un reto técnico para el alumnado. Por esta razón, la de esa brillantez exigida, el compositor se estancó en una imagen efectista, lo que movería a Stravinsky a decir que Vivaldi no había escrito quinientos conciertos; sino quinientas veces el mismo.
Gracias al Historicismo, voz necesaria en el mundo de la música, se reconsideró a compositores, obras e interpretaciones. Precisamente, el concepto del bajo continuo fue un buen punto de partida para reexplorar la música. El tipo de instrumento y su timbre fueron cruciales para enriquecer el lenguaje del Barroco en general y el de Vivaldi en particular. El nuevo diapasón, más bajo del convencional, y la cuerda de tripa trajeron consigo una sonoridad más empastada y de una tersura idónea para los movimientos lentos. A la luz de estos cambios la armonía quedó a flor de piel y la obra se tornó rica, contrastada y llena de ideas. La coyuntura de los setenta con los ochenta fue proverbial pues entonces coexistían orquestas y directores, convencionales e historicistas, y las programaciones alternaban indiscriminadamente ambos criterios. Unos y otros se influían recíprocamente, algo que definió una auténtica bonanza. Vivaldi empezaba a desvelarnos rasgos de su personalidad hasta entonces ocultos.
Estas versiones replantearon un estudio más extendido y cabal sobre la obra del compositor: sonatas de jugoso contrapunto, sinfonías de ricas texturas, conciertos con un equilibrio perfecto entre soli y tutti a añadir de un repertorio vocal donde lo religioso heredaba lo mejor de la polifonía hacia una diversificación y lo profano en su doble vertiente de la cantata y la ópera completaba la idiosincrasia del autor. A principios de los noventa al gran público ya le era familiar un puñado de obras vivaldianas donde se reunían todos estos géneros. Además, se desfiguraba aquel prejuicio de que la obra del veneciano no es más que puro lucimiento y desenfreno. Europa tenía una cultura sobre Vivaldi y la disfrutaba.
“Con el avance tecnológico de la última década, es posible abrir horizontes en la interpretación vivaldiana bebiendo de criterios convencionales e historicistas”
Pero un salto cualitativo llegó con el nuevo milenio. Orquestas hicieron una introspección mayor en sus partituras otorgando a los episodios solistas una fluidez y una naturalidad sin precedentes. El espíritu del Barroco calaba con un discurso más expresivo, los contrastes de soli y tutti poseían una estética deliciosa y el género concierto se ratificó a los oídos más severos como el apogeo del Barroco en premonición del Clasicismo. Indudablemente, este Vivaldi redescubierto con un bagaje de estilos y orquestas había cambiado aquellos enfoques de los años cincuenta, donde todo sonaba correcto y previsible. No obstante, a finales del siglo XX algunos pensaron que Vivaldi aún tenía que decir cosas nuevas; entonces, se impuso el fraseo áspero que surgió entre los italianos hacia los noventa: ímpetu en las partes fuertes de compás e intensificación de un bajo continuo doblado para conseguir graves robustos. Con este enfoque la textura de la cuerda frotada se hizo roma y percutida.
En lo que va de siglo XXI asistimos a un Vivaldi tocado con frenesí por solistas y orquestas que han perdido el aplomo y el empaste que existía en la década de los ochenta. Hoy los grupos convencionales e historicistas arrastran aquel sensacionalismo de discurso áspero y sonoridad plana hasta el punto de que no hay texturas orquestales o timbres vocales que se distingan entre sí. Ocurre, además, que las prestigiosas orquestas de hace cuarenta años, tanto convencionales como historicistas, han perdido su personalidad. Llama la atención que las convencionales pretenden sonar como las historicistas mientras que éstas se han diluido en una moda masiva.
“Últimamente escuchamos a un Vivaldi tocado por solistas y orquestas que han perdido el aplomo y el empaste que existía en los ochenta”
Respecto a la edición de la obra de Vivaldi, hay compañías discográficas que están llenando importantes lagunas con verdaderas joyas. De hecho, sus intérpretes han hecho honor al talento de il prete rosso brindando una riqueza melódico-rítmico-armónica inaudita. Punto culminante que insta a decir que Vivaldi entraña sutilezas que sólo un músico intuitivo es capaz de captar. Con todo el avance tecnológico alcanzado en la última década, sí es posible abrir nuevos horizontes en la interpretación vivaldiana sin que se pierda lo bueno de cada etapa. Para ello sería conveniente beber del historicismo y la tradición para confluir en un estilo revelador.
Esta síntesis debería emprenderse con la firme idea de abordar todos los géneros, esto es: sonata, concierto, sinfonía, oratorio, salmo, himno, antífona, cantata, ópera y serenata con una óptica concienzuda y distendida a la vez donde la melodía sea natural, el ritmo se entronque al carácter de la pieza, la armonía coloree y el bajo continuo alterne y combine instrumentos melódicos y armónicos. También, calibrar en función del periodo (primitivamente contrapuntístico, Barroco extrovertido o preclásico) las sonoridades y el fraseo. Sin olvidar que cada obra puede ser un universo. En conclusión recordemos esa frase que se pronuncia en el mundo del arte: “Lo mejor está por llegar”.
por Marco Antonio Molín Ruiz
Foto: Fotograma del film “Antonio Vivaldi, un prince à Venise” (2006, Jean-Louis Guillermou).