Música clásica desde 1929

OPINIÓN / Temporada 2020-2021 del Teatro Real (por Joan Matabosch)

02/06/2020

Cuando le preguntaron a Benjamin Britten por qué se había interesado en un personaje como el de Peter Grimes, contestó que quería reaccionar contra la plaga de que “la gente piense casi lo mismo de las cosas. Estoy interesado en la gente que no piensa lo mismo. Muchas de las grandes cosas del mundo tienen su origen en el intruso, el perro solitario, y ese perro solitario o intruso no siempre es atractivo. Esto es lo que intento retratar en Peter Grimes”. No se trata de un héroe romántico, ni siquiera es un hombre de una sola pieza, absorto como está en sus propias contradicciones: inseguro y lleno de resolución al mismo tiempo, Peter Grimes es un desheredado social pobre, huraño, orgulloso, reservado, temeroso, desconfiado, atormentado, marginal, asocial, ambicioso, impaciente, frustrado, solitario e introvertido, finalmente suicida, con aspectos luminosos y también oscuros, como cualquiera. Es un hombre que "no encaja” pero -como dice Hans Keller- “en cada uno de nosotros hay algo de Peter Grimes, aunque la mayoría haya logrado externalizarlo lo suficiente como para no reconocerlo demasiado conscientemente, pero lo identificamos, y a nosotros con él, inconscientemente”.

Por esto no es sorprendente que la temporada 2020-2021 tenga, en sus óperas, un notable catálogo de hermanos de sangre de Peter Grimes. Ninguno de ellos acaba suicidándose, pero sí que más de uno, como Rusalka, se pliega a una pasiva resignación, que es otra manera de morir para el mundo. Para ambos es incompatible lo que son, lo que querrían ser y lo que el “Borough” en Peter Grimes y el mundo humano en  Rusalka les van a permitir ser en el mundo real. Como la ópera de Britten, Rusalka es, más allá de su inofensiva apariencia de cuento de hadas, una terrible historia de marginación social.

No tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta que el estreno de Rusalka, en 1901, se produce en un contexto de fascinación casi universal por la novedad del realismo en las artes y del “verismo” en la ópera, bajo la influencia del estreno en Praga de Cavalleria rusticana de Mascagni en 1891, recibida como el paradigma del arte del futuro. En este contexto de entusiasmo general por un arte capaz de mostrar sin vergüenza una implacable tranche de vie, una obra basada en un cuento de hadas y protagonizada por una ondina parecía destinada a quedar, en la época, no solo fuera del canon sino incluso fuera de cualquier teatro. Sucede, sin embargo, que más allá de la historia de la ondina que aspira a ser humana no cuesta mucho descubrir, en el trasfondo de Rusalka, una alegoría del destino de las mujeres y una denuncia social digna de las obras más valientes y más “realistas” de la época.

Rusalka se gesta en el contexto de una alarma social generalizada por la terrible situación de las campesinas checas, muchas de Moravia, cuyo destino laboral tendía a ser ingresar en el servicio doméstico de las grandes familias de Viena. Comenzaba a ser lo habitual que, en un momento u otro, los patrones abusaran de ellas y que, casi siempre, cuando se quedaban embarazadas, las despidieran. Para muchas de estas jóvenes la única salida era la prostitución, la enfermedad y probablemente la muerte.

La oposición entre el bosque de las ondinas y el castillo del príncipe debe leerse, en la ópera de Dvorak, como la contradicción de la vida rural y la vida urbana; la humilde comodidad de lo acostumbrado frente a la ambición de acomodarse a la pompa, la ceremonia social, las fanfarrias, los cotilleos y las conspiraciones de la capital imperial. La falta de astucia de Rusalka en el mundo urbano y su incapacidad de comunicarse con su entorno -en el cuento la condición para abandonar a los suyos es, nada menos, perder el habla- contrasta con la sofisticación calculadora de la Princesa extranjera, que sabe cantar, hablar, bailar y comportarse en sociedad porque pertenece por derecho propio a este mundo.

Rusalka pierde el habla en el mundo de los hombres y de la sociedad bienpensante porque, precisamente, se consideraba una virtud que la mujer sufriera su injusticia en ese silencio y abnegación que, de hecho, era su única estrategia posible de supervivencia. El destino final de Rusalka, rechazada por sus antiguas compañeras de juegos, apela a la sistemática repugnancia que se mostraba a las antiguas sirvientas de Moravia que regresaban a sus hogares degradadas y enfermas, convertidas en auténticas outsider a lo Peter Grimes, ni humanas ni ondinas, expulsadas del mundo de los “mortales”, con quienes habían sido incapaces de integrarse, y marginadas entre las ninfas del agua, de donde procedían.

También Don Giovanni, en la puesta en escena de Claus Guth, parece un Peter Grimes con linaje, solo que incapaz de aplacarse con sus logros consumados, sea la conquista de una mujer o un status social. Su insatisfacción congénita lo lleva a que su vida sea -en palabras de Guth- “un juego cruel de un alma desesperada” dominada por una “radical lujuria por la vida. Un vivir conscientemente cada instante con la máxima intensidad”. Vive retirado en los márgenes de la sociedad, como un paria, un lobo salvaje en un bosque de abetos sombrío, poblado de fantasmas y de fantasías que se ajusta al imaginario romántico por lo que tiene de misterioso, de lugar donde la naturaleza explosiona sin control; peligroso pero también dionisíaco, alegórico del subconsciente; un lugar de caza, de cruising, de juego de la “ruleta rusa”, de aventuras al margen del orden social que van potenciando la sensación de carrera hacia el abismo.

En la escena inicial del duelo, Don Giovanni es herido de muerte por el Comendador y la obra es algo así como su prolongada agonía en un espacio que, a medida que avanza el día, es cada vez más fantasmagórico. Todo sucede en poco más de veinticuatro horas dentro de las aristotélicas convenciones unitarias de acción, lugar y tiempo. Hay una única y centrípeta acción provocada por Don Giovanni, cuya experiencia de estar próximo al límite, a la muerte, le concede -escribe Livia Suben- “un estado de alerta, de coagulación de todos los estados pasionales más fuertes, como el terror, la oscuridad, la violencia, todo lo que la razón no domina. Todos estos estados pasionales están cargados de lujuria, de un placer erótico violento y tenso en su sentido fisiológico y también estético”.

Pero la insatisfacción autodestructora no es patrimonio de los márgenes de la sociedad, como muestran Verdi con el protagonista de Un ballo in maschera y George Benjamin con el de Lessons in Love and Violence. El rey homosexual y amante de Lessons era, como el Gustavo de Suecia que inspiró el Ballo verdiano, un hedonista, obsesionado por procurarse el placer, ajeno a la responsabilidad de gobernar, ambos víctimas de la “realpolitik”.

La obra se resume en su primera frase, que es tremenda: “It’s nothing to do with loving a man, it’s love full stop that is poison” (“No tiene nada que ver con amar a un hombre. Es el hecho de amar lo que es un veneno”). Es decir, ciertamente el rey está enamorado de un hombre, del apuesto Gaveston, y esto es tan polémico como se quiera, pero la obra deja claro que se trata de un asunto anecdótico, casi indiferente. Lo que no puede permitirse el rey, si quiere hacer de rey, es estar enamorado. Es el hecho de estar enamorado, de amar, lo que es un “veneno”, lo que es en sí mismo una irresponsabilidad para tomar decisiones de estado. El amor es una debilidad que no puede permitirse un hombre que está al frente de sus súbditos. Y él, para su desgracia y la de sus súbditos, está poseído por una pulsión autodestructora, que se llama Gaveston, muy semejante a la máscara que se ha puesto Gustavo de Suecia para permitirse seguir bailando al borde del precipicio con consecuencias también fatales.

El histórico Gustavo III de Suecia fue un personaje singular. Sobrino de Federico el Grande fue, como su tío, homosexual. Y aunque se comportaba con gran valentía en las batallas, estaba mucho más interesado en las artes que en la guerra. Protegía a los artistas, escribía textos teatrales y fomentó a su alrededor una corte de gente culta, elegante y erudita. Era un déspota ilustrado, convencido de la omnipresencia de su voluntad, marginal en su propia corte, enemistado mortalmente con la nobleza por intentar reducir sus privilegios; y finalmente víctima de una conspiración de dos jóvenes nobles, el conde Ribbing y el conde Horn, ejecutada por el capitán Ankarström, antiguo oficial de personalidad desequilibrada. El asesinato se llevó a cabo durante un baile de disfraces en la Ópera Real de Estocolmo. Ankarström disparó a Gustavo por la espalda desde muy cerca, y utilizó una pistola que había sido cargada con clavos oxidados para asegurar que, si la herida no era mortal de manera inmediata, provocase una gangrena.

Otro personaje epítome de la marginación social, asesinado por su amante, Marie, explica su historia desde su propia perspectiva en vez de la habitual de Wozzeck, el protagonista del texto de Büchner. Siempre en el borde de la sociedad como en los casos de Peter Grimes, Rusalka y el Don Giovanni recreado por la puesta en escena de Claus Guth. Y como Siegfried, que también aparece marcado “desde el principio -como escribe Roger Scrutton en su imprescindible “El anillo de la verdad”- con el estigma del outsider, del chivo expiatorio, aquel que puede ser sacrificado para el bien de la tribu. Él mismo, por lo tanto, es el autor de los ritos que marcan su tránsito a la madurez; la forja de la espada, la muerte del dragón, el desafío a la figura del padre y el despertar de la novia. Su afán por ser aceptado en la comunidad provoca su desviación de esa trayectoria autogenerada; y, no obstante, termina como había empezado, como un outsider cuya identidad es enteramente su propia obra, la víctima sacrificial paradigmática”.

Joan Matabosch es director artístico del Teatro Real

Foto: Joan Matabosch / © Dario Acosta

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