Este artículo se publicó en el libro editado como programa de mano por el Teatro Real con motivo de las funciones de Sigfrido, durante diciembre de 2003. Lo reproducimos aprovechando que el Teatro Real sube a escena Sigfrido, desde el 13 de febrero
No conozco a otro compositor tan complejo como Wagner. Sin embargo, a más de un siglo de su desaparición, es un autor bastante popular entre los aficionados. Puede ser, por ejemplo, porque su Obra es pequeña (¡sí, he dicho eso, que nadie se asuste!): la parte significativa de sus composiciones fueron sólo óperas, y muy pocas óperas; o, porque los argumentos de esas óperas tienen, por un lado, un gran poder de atracción y, por otro, constituyen una inagotable fuente de inspiración para sus intérpretes, sean los propios directores y cantantes, sean los responsables de las puestas en escena. ¿Por qué esa complejidad, entonces? ¿Por la doble aspiración de Wagner de convertir en música el mito, interpretado éste a su vez como resultado de otra interpretación, la de la misma Historia? ¿Porque sus fórmulas compositivas pueden violentar el sistema de composición imperante en el mundo tonal? ¿Por la dificultad de lectura ‘comprensiva’ que entrañan los tejidos orquestales que construye? ¿Acaso porque renuncia al melodismo propio del canto para proponer otra manera de decir, de organizar la palabra, una eterna declamación del discurso de cada personaje? ¿Por la pesada, cansina y recurrente forma de exponer la relación existente entre el acontecer de los hechos y los tiempos en que transcurren? No hay relación, en fin, entre esa ’popularidad’ y tales ‘complejidades’, y por eso, entre otras razones, continúa siendo un compositor polémico.
Espero que el lector, de todas las maneras, vaya encontrando respuestas a esas preguntas a medida que avance este artículo, aunque lo auténticamente interesante sería que se las planteara al volver a escuchar la música de Wagner, precisamente en este caso uno de sus títulos que, a mi entender, más se presta a que abramos estos y otros interrogantes similares. Porque Sigfrido pertenece a la obra más ambiciosa y seguramente grande de su autor, la Tetralogía El anillo del Nibelungo, y porque para el gran público quizá no ocupe un lugar de privilegio dentro de la misma, con toda probabilidad injustamente: hay razones musicales que la sitúan, muy probablemente, por encima del prólogo, El oro del Rin, aunque no así de las otras dos, creo, pero lo verdaderamente fundamental de Sigfrido es su contenido dramático, el hecho de encerrar el núcleo y corazón de toda la historia que se narra en la epopeya. Es el centro de todo; la historia total del Anillo ha de leerse a partir de Sigfrido, hacia atrás (La Valkiria) y hacia delante (El ocaso de los dioses). Y seguramente en el aspecto musical también ocurra algo parecido, no en vano en Sigfrido la exposición de los motivos conductores (volveremos a este asunto luego) quizá pase a un segundo plano de interés frente a los desarrollos propiamente estructurales que generan las combinaciones y transformaciones de los mismos. En otras palabras, tras El oro del Rin y La Valkiria, en Sigfrido vamos a encontrar menos causas, más efectos; menos pedagogía, más resultados; menos explicaciones, más teatro...
El principio del final
En cierta medida eso es Sigfrido en la Tetralogía: Wagner no solo tiene en su cabeza el final de la historia que quiere contar antes de comenzar a escribirla, sino que comienza a hacerlo por el final, antes de conocer las razones que provocarán los acontecimientos descritos en el mismo. Sabe que existe Sigfrido y que ha de morir, antes que ninguna otra cosa; y antes de escribir una palabra acerca de las ’causas’ ha dado ya forma a los ‘efectos’ en su poema La muerte de Sigfrido. De aquí habremos de partir.
Situémonos ante un Wagner de 35 años. Estamos en 1848 y tiene ya en su haber seis títulos operísticos (y medio, si contamos La boda, un fragmento de 1832): Las hadas (1833), La prohibición de amar (1836), Rienzi (1840), El holandés errante (1841), Tannhäuser (1843) y Lohengrin (1845). O sea, seis ’y media’ de trece óperas en total. Sin embargo, la Obra grande estaba por llegar, y precisamente comenzaba a cocerse ese año, no por casualidad el de los levantamientos revolucionarios en Viena, Praga, Budapest, Milán y Venecia: Wagner, necesariamente a la vanguardia de todo, incluida la política, aunque, todo hay que decirlo, con una finísima capacidad para nadar y guardar la ropa, marchó a Viena -defenestrado ya el títere Fernando-, capital de la ahora Austria libre y un excelente caldo de cultivo para reclamar reformas en las políticas teatral y musical. Como es sabido, no hubo tales reformas.
Ese ambiente revolucionario azuzó su imaginación y le hizo retomar un viejo proyecto, relacionado con Federico Barbarroja, que tenía en esbozo desde hacía dos años. Pero Barbarroja no era más que un personaje histórico, y aunque todo lo revolucionario que se quiera, a Wagner se le quedaba pequeño; realmente necesitaba algo más grande. Barbarroja, por el arte y la magia del fabulador, quedó reencarnado en Sigfrido, y puesto en orden y en doctrina en el ensayo Los Wibelungos, que con los correspondientes retoques lingüísticos de orden ‘científico’ pasaron a ser los Nibelungos. Así que las raíces para la nueva -renovada- obra de arte total estaban echadas: la revolución había aterrizado en casa, es decir, en la Alemania de las antiguas leyendas.
Las fechas espeluznan: pocos días después quedó redactado otro escrito, El mito de los Nibelungos como proyecto de un drama, y a las pocas semanas, ya en octubre del mismo año, estaba finalizado el texto general, es decir, un gran apunte en prosa para La leyenda de los Nibelungos en el que ya latía toda la fuerza auto destructora de la obra definitiva. Un mes después, entre el uno y el 28 de noviembre, quedaría preparado el poema La muerte de Sigfrido, o lo que es lo mismo el texto -todavía en prosa- de la que acabaría siendo la cuarta ópera del ciclo, El ocaso de los dioses, sin contar con la escena de la Nornas, una ’aclaración’ que pronto Wagner vería necesaria para comprender todo el significado de la pieza. En fin, todo esto nace y se hace en poquísimo tiempo, sin duda alentado Wagner por los acontecimientos revolucionarios vividos en el mencionado viaje a Viena, recuérdese, muy poco tiempo después de la forzada y artificial caída de Metternich: seguir negando complicidad política al Anillo; querer dejar de lado su carga crítica contra un determinado modelo de sociedad; obviar –aun dentro de su ’infantil’ formato de comic moderno- su origen socializante sería tan miope como profundamente injusta fue unas cuantas décadas después su transformación en canto fascista para construir una coartada ideológico-artística al nacionalismo más salvaje de la historia moderna europea. Pero veamos cómo Wagner avanza desde la muerte de su personaje, hacia atrás, hasta hallar al Sigfrido joven, inocente, valiente, deslenguado y hermoso con que nos encontramos en la segunda jornada del ciclo.
El baile de las ideas
Mil ideas encaminadas hacia un único punto de confluencia. En la formación del personaje probablemente también influyeron determinadas lecturas. Por ejemplo -ya a principios de 1849- Wagner se enfrascó en las Lecciones sobre la filosofía de la historia, de Hegel, en su ávida búsqueda de una idea que sintetizara la identidad alemana, que él intuía pero que necesitaba racionalizar: la historia del pueblo alemán por encima de los propios alemanes...; la consecuencia última en el Anillo, o sea, la destrucción de los dioses, estaba empezando a tomar cuerpo en su mente. Pero todavía hubo más: el ateo que en el fondo siempre fue Richard Wagner se enzarzó en el estudio de otro revolucionario insigne y, dadas las circunstancias, altamente singular personaje, Jesús de Nazaret, al que dedicó un proyecto de drama de más de 50 páginas. Lo que aquí postula Wagner (no hay pecado si no hay ley que pueda infringirse) mira decididamente hacia la sicología del personaje de Sigfrido, lo que en ese momento adquiere una fuerza añadida por un hecho casual pero muy importante en su vida: el encuentro con Mijaíl Bakunin, máximo símbolo de la filosofía anarquista entonces. Wagner estaba seducido con las ’salvajadas’ que le sugería el ideólogo de la nada: por destruir, habría que destruir hasta los propios soportes de la música, las orquestas, los mismos instrumentos..., pero sintió mucho respeto por él, con toda probabilidad bastante más del que Bakunin pudiera llegar a guardar hacia el trabajo de Wagner: su proyecto sobre los Nibelungos le pareció a Bakunin una pérdida de tiempo, y en cuanto a la posibilidad siquiera de leer el esbozo para Jesús de Nazaret, sencillamente ni se la planteó.
En mayo de 1849 estallaría la revolución en Dresde, en cuyas jornadas participó de forma activa el compositor. No es objeto de este artículo referirse a ello, pero sí recordar ciertos detalles relacionados con esos hechos, que tuvieron que ver con la formación del personaje de Sigfrido. Así, sabemos que en pleno fragor revolucionario Wagner comenzó a pensar en Aquiles para otro drama: otra vez vuelve a aparecer, de alguna manera, el espíritu del futuro Sigfrido; el del hombre libre que anula el poder de los dioses... Pero el final de las sublevaciones fue bien distinto, para los demás y para él y sus proyectos artísticos: más de 200 muertos entre los insurgentes, un montón de prisioneros, y, para Wagner, una huida hacia el exilio suizo. En septiembre estaba ya instalado en Zúrich.
Pronto retomó su ensayo Los Wibelungos y redactó uno nuevo, La obra de arte del porvenir, tras nuevas e importantes lecturas, esta vez de obras de Feuerbach acerca de la existencia, la muerte y el cristianismo. Wagner mezclaba ahora con su habitual maestría para batir la coctelera lo que había aprendido de Bakunin, sus ideas sobre el socialismo y la música del porvenir y una incipiente teoría anti maquinista: el hombre útil debería ser ‘redimido’ por el hombre artista, y así nacería la comunidad, la obra de arte salida del colectivo comunitario y para el colectivo comunitario. En fin, Wagner, confundido y de manera confusa, estaba tratando de encontrar un camino que no sabía cómo ni por dónde alcanzar. Hablaba simultáneamente de Sigfrido, Aquiles y Jesús; de Wieland el herrero –otro ensayo sobre la liberación del individuo, que estableció un claro puente entre Lohengrin y el Anillo- y Los maestros cantores, que igualmente tenía en mente para una ópera; simultáneamente se refería a De uno que partió para aprender el miedo, según Grimm, y Alejandro Magno... En realidad tal aparente hiperactividad investigativa no encerraba sino distintas maneras de querer hacer realidad un único proyecto, pues esas ideas siempre acababan recalando en un mismo lugar, el futuro Anillo: tras tanta ida y venida literaria, la primera música que salió de su pluma para alguno de esos planes literarios fue una pequeña parte de La muerte de Sigfrido, cosa que sucedió el 12 de agosto de 1850, y que Wagner no mostró a nadie. Y fue entonces cuando encontró el final del túnel y comprendió el caos en que se encontraba; que estaba obligado a convertir en algo práctico y tangible sus ideas acera de la revolución y el hombre. El resultado de todo ese proceso fue un nuevo manual, un auténtico ’libro blanco’ de la ópera moderna: escribió el crucial ensayo Ópera y Drama, y encontró la respuesta a toda su anterior confusión; el camino hacia el Anillo quedaba ya más expedito.
El joven Sigfrido
Entre el tres y el diez de mayo de 1851 escribió el primer esbozo de la que acabaría llamándose Sigfrido, y que, ahora, tal era la necesidad de dar una respuesta al pasado del héroe, tituló El joven Sigfrido. Acababa de nacer el joven elegido por los dioses para recuperar el tesoro perdido. En El perfecto wagneriano, George Bernard Shaw nos lo define en pocas palabras: “Sigfrido es un ser completamente amoral, el anarquista nato, la imagen ideal de Bakunin, un adelanto del superhombre de Nietzsche”.
Durante el verano de ese año las cosas avanzaron con mucha rapidez. En un estado físico bastante precario, nervioso y desalentado por el avance de su enfermedad cutánea, una terrible erisipela, todavía en mayo acabó el boceto de El joven Sigfrido, cuyo texto definitivo quedó dispuesto entre el tres y el veinticuatro de junio. Al mismo tiempo comenzó a redactar una especie de confesión que denominó Una comunicación a mis amigos, cuyo objetivo era explicar las diferencias ya establecidas entre el Wagner de El holandés errante, Tannhäuser y Lohengrin y el nuevo Wagner. Al margen de la grandilocuencia de la idea y el procedimiento –que huele lo9s suyo a sectarismo- , por ese texto sabemos -entre otras cosas referidas a la utilización de los leit-motiven- que ya en el mes de julio Wagner tenía escrita la música para la cabalgata de las valkirias, una pequeña parte del preludio y el comienzo del primer acto de Sigfrido, así como varios motivos conductores, como por ejemplo el de Fafner. Y también que la estructura de la obra definitiva, un prólogo y tres jornadas, estaba ya decidida. En otras palabras, echó una ojeada a las casi 700 páginas de escritos teóricos, ensayos y proyectos dramáticos varios que habían salido de su pluma entre 1849 y 1851 y decidió que había llegado la hora de la verdad; que era ya el momento de dar por cerrado el proceso de reflexión y búsqueda, para pasar a escribir la obra.
Trabajosa gestación
Wagner no sólo sabía ya que su Anillo se desarrollaría en un prólogo y tres partes, de las que ya tenía el texto de la tercera. Entre el tres y el once de noviembre trazó el primer esbozo del prólogo, que provisionalmente llamó El robo del oro del Rin, y a partir de ese mismo día once y hasta el veinte, escribió un detallado boceto para La Valkiria. Pero sabía más cosas; también cómo habría de plantearse su representación: “La Revolución me proveerá de los artistas y el público que necesito (...) Levantaré un teatro junto al Rin, y allí presentaré mi obra en el transcurso de cuatro jornadas (...). Este público me comprenderá; el actual no puede hacerlo”. Pero Bayreuth quedaba un poco lejos del río: parecía que había llegado la hora de que el Anillo avanzara a buena velocidad, pero Wagner, por un montón de causas en las que no vamos a entrar ahora –entre otras el tiempo que le llevó las composiciones de Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nuremberg- tardó todavía más de 20 años en concluirlo: en julio de 1852 acabó los libretos de la Valkiria y El oro del Rin (por ese orden, naturalmente), y a partir de ahí escribió la música para la segunda (entre noviembre de 1853 y septiembre de 1854); para La Valkiria (junio de 1854 a marzo de 1856); para Sigfrido (septiembre de 1856 a ¡febrero de 1871!); y para el Ocaso (entre octubre de 1860 y octubre de 1874), no sin antes, y tras el necesario ‘crecimiento’ del prólogo y La Valkiria, someter a una drástica remodelación los libretos de El joven Sigfrido y La muerte de Sigfrido, adoptando los títulos definitivos de Sigfrido y El ocaso de los dioses. Pero precisemos un poco las fechas.
A mediados de septiembre de 1856, tras una corta estancia en Ginebra para recibir unos baños hidroterápicos, Wagner escribió la música para la primera intervención de Mime en la ópera. Pero el acto no quedó esbozado al piano hasta el 20 de enero del año siguiente; la partitura orquestal no vería la luz hasta el cinco de febrero, y todo el acto primero no quedaría concluido hasta el 31 de marzo. Y nueva interrupción hasta mayo, compartiendo tiempo y trabajo con Tristán... y la esposa de Otto Wesendonck. El día de su cumpleaños, el 22 de mayo, reemprendió la tarea: segundo acto, diseño y esbozos orquestales, que logró llevar hasta el final en el mes de julio. Pero ahí se paró todo; Wagner estaba más preocupado por los conflictos entre Sachs y Beckmesser y los preparativos para su instalación en “El Asilo”, la casita que le habían montado los Wesendonck al lado de su lujosa mansión. En septiembre de 1864 logró pasar a limpio toda la segunda escena del primer acto y durante la práctica totalidad del siguiente año estuvo trabajando, con muchas interrupciones, en el segundo acto. No volvió a ‘tocar’ la partitura hasta cuatro años más tarde para concluir el acto segundo, aunque sí pensó mucho en el destino de Sigfrido y los dioses, particularmente cada vez que se volvía a adentrar –y eran muchas veces y mucho- en Schopenhauer, autor cuya influencia determinó en buena parte la filosofía redención-autodestrucción que recorre el Anillo. El tercer acto había sido iniciado en 1868, pero no fue concluido hasta el cinco de febrero de 1871. De manera que quince años tardó Wagner en acabar Sigfrido; para esta fecha, y aun en contra de su voluntad, ya se habían estrenado –en Munich- El oro del Rin y La Valkiria. Sigfrido, pues, es, de las cuatro óperas del Anillo, la que más le costó a Wagner sacar adelante. Cuando hablemos de El ocaso de los dioses, que afortunadamente y con excelente criterio se representará en este teatro dentro de poco, veremos que algo parecido le ocurrió a este título: viniendo de la desaparición de Sigfrido, que es la idea primigenia de toda la epopeya, su puesta en música definitiva también pasó por un largo proceso de elaboración. Diríamos, así, que a Wagner le costó más ‘hablar’ de lo que tenía más claro desde el principio, el rol de Sigfrido, y menos explicar los orígenes y las causas de los acontecimientos que habían de dar vida al personaje. Refirámonos un poco a él y su circunstancia, la música que tan trabajosamente le regaló el compositor. O sea, a la ópera que hoy vamos a ver y escuchar.
Plan general
Ya lo he apuntado: antes de escribir una sola nota de la ópera, Wagner había leído y pensado mucho acerca de Sigfrido. Lo había contemplado en todo su esplendor heroico al estudiar los Edda escandinavos, comprobando que en la Saga de Volsunga ya aparecía como descendiente de Odín, a quien poco a poco fue transformando en Wotan tras leer a Göttling y Lachmann y empaparse de las antiguas leyendas de los Nibelungos. De manera que cuando reúne a sus amigos para hacerles su ’comunicación’, afirma “No quiero –para Sigfrido- la figura convencional histórica, sino a un hombre real, al desnudo, de quien vamos a poder observar la circulación y las pulsaciones de su sangre; las contracciones de sus músculos... Un hombre joven, hermoso en todo el esplendor deslumbrante de su fuerza”. O lo que es lo mismo: Wagner estaba informando a sus amigos (al mundo, al futuro, naturalmente) de que todo lo que ya sabía acerca de Sigfrido no le iba a servir sino para reinventarlo; para dramatizar el personaje sacándolo de su propia historia, reescribiéndolo para, en definitiva, hacer teatro, hacer ópera. Y por eso para la interpretación que, así, acabó dando a su personaje necesitó toda una cohorte de otros muchos para explicarlo, y, de paso, acabar dando una interpretación del mundo a partir de esa reelaboración del mito. Lo que con toda probabilidad habría caído ya en el olvido si no fuera por el valor añadido del drama musical que acabó dando soporte a toda esa doctrina.
Plan general: Sigfrido ha sido educado en el bosque por un enano que trabaja la forja y que, casualmente, lo encontró junto a unos trozos de espada. Ante la incapacidad del cuidador para unirlos, él mismo encuentra el procedimiento para hacerlo y, así, poder matar a un gigante y recuperar el tesoro que este custodia. Más tarde se encarga de hacer lo propio con el enano al comprender que quiere despojarle del tesoro, e igualmente destroza la lanza de un peregrino que trata de pararle los pies en su camino hacia la búsqueda del amor, al enterarse de que es él el culpable de la muerte de su desconocido padre. Tras ese reguero de sangre, traspasará la barrera de fuego que rodea a una hermosa virgen, liberándola y enamorándola para, juntos, redimir el mundo.
Planteadas así las cosas, las anteriores palabras de Wagner en las Comunicaciones a mis amigos adquieren una patente realidad: mucha carne, mucha sangre, mucho héroe, mucho ‘comic’, si se quiere, utilizando un lenguaje actualizado. Sin embargo, las cosas se le iban complicando a medida que entraba en faena; muchas preguntas le asaltaban, muchos explicaciones tenía que encontrar para que el personaje fuera coherente, tanto mirado hacia atrás, en sus orígenes, o hacia delante, en su ya programada desaparición. ¿De dónde saldría Mime? ¿Por qué este sí sabía quién era y de dónde procedía Sigfrido? ¿Para qué Sigfrido habría de ser el salvador del Oro y el Anillo? ¿En qué manera afectaría a Sigfrido la maldición que pesaba sobre el Anillo? ¿Cómo se enteraría Sigfrido de todo el conflicto del Oro y cómo encontraría a la castigada Brunilda? ¿La pareja Sigfrido-Brunilda era un fin en sí mismo? ¿Por qué Wotan iba a permitir a Sigfrido que ejerciera su rol de salvador si a su vez eso significaría el fin de los dioses?... Pues bien, las respuestas a esas y otras preguntas están en el texto y en la música de Sigfrido, y es necesario afirmar, ya, que el texto, conformado con las palabras justas -es un tópico seguir criticando la verborrea wagneriana para con sus relatos- y la partitura, escrita como una respuesta perfecta -bellezas sonoras aparte, que son inagotables a través de las cuatro horas de duración de la pieza- a los requerimientos dramáticos del poema.
Los personajes
La sicología de los personajes, los motivos conductores, la combinación y desarrollo de ellos y el discurso musical que lo trenza todo alcanzan en esta obra la máxima madurez de su autor; no es casualidad que tras la versión definitiva de Sigfrido sólo resten ya El ocaso de los dioses (que a la postre es hablar del mismo grado de madurez porque viene a ser la misma obra) y Parsifal, que indaga de otra manera acerca de lo mismo. Así que con Sigfrido estamos ya en el último Wagner, lo que quiere decir, el más esencial, el menos retórico.
En El Oro del Rin se nos había dado instrucciones para la escucha de las óperas posteriores. En La Valkiria había comenzado el drama. Pero sólo ahora empezamos a percibir plenamente el verdadero sentido del mismo: Sigfrido no es sólo el héroe que aparece para salvar el mundo recomponiendo todo lo que Wotan ha hecho añicos con su despotismo y su pertinaz capacidad para equivocarse; además lo hará blandiendo el estandarte del Amor frente al del Poder, cuyas caras visibles, Alberico y Wotan, vienen a ser una sola. Y será la pareja que forme con Brunilda la encargada de la misión. ¿Deja así en la cuneta Wagner a Wotan? Al contrario, lo hace crecer pero encapsulándolo en una tan grandiosa como lamentable doble personalidad, haciéndole debatirse entre su necesidad de amar y su desmedido deseo de dominio y de gestión del Poder para cambiar y decidir: las tres caras que Wagner va a asignar a Wotan en Sigfrido ponen de manifiesto muy a las claras esta evolución; serán tres largas conversaciones con Mime, Alberico y Erda y un corolario: su encuentro con el propio Sigfrido. Primero, con Mime, Wotan muestra todas sus mejores artes para confundir, engañar y trampear. En una suerte de Comendador en vida, el solemne Wotan aparece ante el enano tocado con el sombrero-símbolo del eterno viandante que busca -sin éxito- información para resolver lo que no tiene solución. Y plantea el engañoso juego de las adivinanzas (es probable que Puccini se fijara en esto para la escena de los enigmas en su Turandot) como método para llevarlo a su terreno y hacerle ver lo que tiene delante de sus narices para resolver su problema: “Sólo quien no haya sentido jamás miedo podrá forjar la espada Notung”. En el impresionante dúo inicial del segundo acto con Alberico aparece el Peregrino por segunda vez, y en esta ocasión para mostrarnos su más falaz cara política. Tanto es así, tan cínico y calculador aparece el del sombrero, que hay momentos en que no nos resulta difícil ponernos del lado de los razonamientos de Alberico, a pesar de conocer de antemano sus pobres ideas acerca del Poder, su maligna y estrecha visión del mismo. Aquí Wotan sí se manifiesta como el gran y supremo dios que es, haciendo y deshaciendo lo que le viene en gana. Y mucho más patético es su aspecto sicológico ante la Madre de la Naturaleza, la ’durmiente’ Erda (varias veces, despectivamente, el desesperado Wotan cambia en su conversación con ella este término por el de ‘dormilona’) al principio del tercer acto: ella lo sabe todo pero no decide nada, y se limita a recordarle que él es el responsable de todo: “Quien es más obstinado ¿castiga la obstinación? El que ha provocado los hechos ¿está enfadado por ello?” Y ahí se acaba Wotan, porque es entonces cuando nos va a informar de sus últimos y definitivos planes: “El fin de los dioses no me asusta, ya que yo mismo lo deseo” o “Al despertar, la prudente muchacha habrá de redimir el mundo” o “Los eternamente jóvenes subirán a la morada de los dioses”... Y esta vez, a pesar de incurrir en una nueva contradicción al afirmar a Erda, refiriéndose a Sigfrido: “Ha superado la maldición del noble Alberico, pues el miedo es totalmente ajeno a él”. Y no se equivocará: a continuación será vencido por su nieto (la fálica y espigada espada partirá en dos la vieja y desgastada para la vida lanza), y Sigfrido se unirá a Brunilda para gestionar la postrera suerte de los dioses en la tercera y última jornada.
Sigfrido aparece como la antítesis de lo feo, lo sedentario, lo vulgar. Es el hombre ecológico en todos los sentidos, también en la más descerebrada de las acepciones, es decir, aquella que, ignorante e injustamente, llega a asignar tanta importancia a ’lo natural’, al mundo animal, a los bosques, campos y montañas, a los ríos y manantiales; es el aprendiz de hombre que se olvida de que sin el hombre como paradigma, sin su verdadera razón de existir, se es bien poca cosa. Sigfrido está al borde de caer en esa perspectiva, pero Wagner, a pesar de presentar al personaje como a un auténtico ente de la Naturaleza, lo corrige y lo reconduce a terrenos más humanos, rodeándolo de otros seres muy diferenciados y haciéndole pensar en otros asuntos más metafísicos: pone en su boca –en su mente- dudas acerca de su procedencia y le hace pensar en su madre, para cuyas reflexiones Wagner le reserva las más sensibles palabras, y en su padre, cuyo amor filial le lleva a partir en dos la lanza de Wotan; le hace razonar acerca de su propio aspecto físico, le revela la capacidad para recomponer el arma –Notung- con la que salvará al mundo; le hace temblar al descubrir la belleza femenina y el amor... pero también le permite fundirse con la Naturaleza, de la que se siente heredero. Y le hace comprender hasta el lenguaje de los pájaros. Para Wagner Sigfrido debió ser su criatura de ficción más redonda y perfecta, pero las ideas del autor acerca del amor y su poder de redención habrían de llevarle una vez más hacia los oscuros espacios nocturnos de la muerte.
Mime, Alberico, Fafner, Erda y el Pajarillo del bosque rodean y redondean las figuras de Sigfrido y Wotan/Peregrino en esta segunda jornada del festival escénico wagneriano. Al hermano de Alberico, forjador del yelmo mágico que transforma a personas y cosas, sólo le interesa la riqueza y por eso se ha hecho cargo de Sigfrido, para, a través de él, conseguir el Oro que guarda el gigante Fafner convertido en un temible dragón. Es un personaje complejo en su aparente sencillez, y contiene un subtexto muy rico. Es feo, deforme y desagradable, en contraste con el bellísimo Sigfrido, que casualmente es rubio, espigado y atleta. Goebbels y sus muchachos pronto se dieron cuenta de que Wagner, al mismo tiempo que hablaba de Sigfrido, había escrito un ensayo llamado El judaísmo en la Música y rápidamente propusieron para el malvado Mime la identidad étnica que a ellos más les interesaba. Pero, consideraciones políticas aparte, su complejidad es otra: debe de ser una caricatura de Alberico -que también es enano y feo, como todos los nibelungos-, porque, a diferencia de este, aspira sólo al Oro. Alberico, en cambio, además del Oro quiere el Anillo, que es el símbolo del Poder, y a su vez, por consiguiente, el que proporciona la riqueza: Wotan lo valora en lo que vale, es decir, como a su principal y único enemigo, al dirigirse a Erda lo nombra como “el noble Aberico”. O sea que si Goebbels no hubiera sido quien fue, se habría dado cuenta también de otra cosa: Wotan representa el poder legal y Alberico, ninguno, pero solo cuando quien detenta el poder legal se lo salta a la torera, los otros, los que no detentan ninguno, se enfadan y lo toman ‘ilegalmente’, es decir, levantándose como pueden contra el verdadero pervertidor de lo que Wagner llama “el estado natural de las cosas”. Alberico, así, goza de un estatus ’humano’ superior al del odioso Mime, y desde luego, se sitúa al lado de Wotan con pleno derecho: en realidad, solo está separado de él por la música que, en general, Wagner le reserva: ya sabemos que el compositor siempre nadaba y guardaba ropa con suma habilidad.
Fafner supone una vuelta de tuerca sobre Mime. Este vive en la caverna, pero en el subsuelo, y aquel también, pero en la superficie; Mime es enano y Fafner, muy grande; el hermano de Alberico no es capaz de hacer algo importante - sólo trabajar el hierro- y él en cambio construyó un hermoso castillo para los dioses, y, además, transformado en dragón custodia el Oro y el Anillo... Sin embargo es tan terco y tonto como Mime, y su fuerza bruta todavía le delata más. Sencillamente es un objeto manejado por hilos desde más arriba. Fenece a la primera de cambio. Más metafísica e inasible es la figura de Erda, madre de la Naturaleza, pero también de las criaturas llamadas valkirias, un ejército de vírgenes guerreras engendradas por decisión del padre supremo. Erda lo sabe todo pero no le sirve de nada, porque no tiene capacidad para decidir; ni siquiera para pensar, es la ausencia de la voluntad, del querer hacer. Personaje exasperante en su mutismo y pasividad, es tratado por Wagner con una especial atención musical. El Pajarillo del bosque, por su parte, es exactamente lo contrario, y por eso es fundamental en la historia: además de tener la información, la da. Cada vez que Wotan le pregunta a Erda qué puede hacer para resolver sus problemas, esta solo responde con su cansancio y su ambigua posición ante los conflicto; en cambio, cuando Sigfrido pregunta al Pajarillo, este muestra una admirable locuacidad informativa.
Brunilda es el alter ego femenino de Sigfrido; y quien mostrará al “que no conoce el miedo” el camino más sencillo para superar tal ’trauma’: con exhibirse como mujer es suficiente para que el intrépido muchacho aprenda y se impregne de algo tan nuevo y definitivo para él como la sensación de sentirse hombre en el sentido bíblico del término. La valkiria favorita de Wotan aparece en Sigfrido estigmatizada por el castigo, dormida, rodeada de fuego y desprovista de su condición de virgen guerrera. Pero sigue siendo el ojo derecho de su padre –o sea, el único que le queda ya tras regalar el otro a la Naturaleza a cambio de la rama arrancada al Fresno de la vida para construir su lanza- porque, a diferencia de su madre, la pusilánime Erda, ella sigue poseyendo el don de la inteligencia activa, pues su padre bien se cuidó de que no lo perdiera. Lo proclama a las claras en La Valkiria, cuando, al mismo tiempo que decide castigarla como lo hace, recuerda que “Es la fuente creadora de mi deseo” y “Ha recibido la inteligencia del manantial de mi Voluntad”. De manera que si Wotan está organizando la verdadera redención del mundo, ha decidido que no sea Sigfrido en exclusiva el elegido para hacer realidad sus propósitos: a su lado sitúa a Brunilda, en su doble condición de valkiria y mujer, para que, una vez haga efecto en Sigfrido la maldición del Anillo y muera también, sea la excelsa valkiria la que, con su inmolación, acometa el gran acto de redención. En fin, la tercera escena del tercer acto de este Sigfrido nos explica musicalmente la relación entre tía y sobrino de manera memorable.
La música
Como ya ha quedado dicho, a Wagner le cuesta mucho dar vida musical a su definitivo Sigfrido. No es casual que el resultado final sea una partitura redonda, pero tan difícil como dramáticamente irrepetible. Porque aquí Wagner ensaya fórmulas y situaciones sonoras insólitas hasta ese momento en su ya importante Obra: sabe todo acerca de los efectos cromáticos y las armonías peligrosas porque ha escrito ya Tristán e Isolda; lo sabe todo acerca de los recursos sonoros de una orquesta porque ha sido él quien ha puesto en marcha el telar para organizar el entramado de Los maestros cantores, verdadero milagro y paradigma indiscutible de lo que debe ser una orquestación compleja y a la vez clara como el agua y diáfana como el cielo azul; y ha espesado ya la orquesta hasta extremos insostenibles en las dos óperas anteriores del Anillo. ¿Cómo dará vida sonora a esta historia, que debe dar saltos sin brusquedades entre los diferentes niveles físicos en los que se desarrolla? A mi entender, lo más nuevo en Sigfrido, y a la vez lo mejor y más interesante, es cómo Wagner consigue con su orquesta asignar un rol claro a cada uno de esos niveles, a saber, los espacios de Mime y Fafner, el Peregrino y Brunilda, y cómo consigue situar en cada uno de esos espacios y en relación a cada personaje en cuestión al luminoso, apremiante y poco amigo de los matices Sigfrido.
La cueva de Mime queda genialmente retratada en el sombrío y helador preludio al acto primero, cuyos tres dúos-conversaciones tienen allí lugar. En el primero de ellos, entre Mime y Sigfrido, Wagner traza un violento discurso sonoro, lleno de arranques y brusquedades cromáticas para explicarnos el necio proceder del enano y el estado de ansiedad en que se encuentra el welsungo. Cada vez que habla Mime la orquesta se detiene ante la ridícula declamación (Wagner explicó que Mime no podía ser ridículo, pero el tiempo ha demostrado la inviabilidad de tal noble intención), mientras que vuela cuando Sigfrido reclama sus derechos. Es especialmente espectacular el enloquecido tono orquestal que Wagner asigna a Sigfrido cuando este descubre no ya la existencia de Segismundo y Siglinda, sus padres, sino el de su herencia, la espada hecha añicos por Wotan en su enfrentamiento con el gemelo welsungo. Ahí Wagner se para, y, haciendo entrar en escena al Peregrino, retiene las tensiones a la espera de que en el tercer dúo Sigfrido, después de recomponerla, dé nombre a la espada. Tras la redondez sonora y la sencillez armónica del dúo entre Mime y el Peregrino, en el tercer dúo, la llamada escena de la forja, el grado de paroxismo sonoro se hace máximo con los golpes de martillo sobre el yunque cuando Sigfrido ha de reducir a polvo el metal de Notung y así poder luego volver a construirla. Es una pura pintura musical, de una capacidad descriptiva y un poder visual absolutamente excitantes. En todo el primer acto se escuchan, aquí y allá, tal o cual motivo conductor reminiscente de situaciones o personajes conocidos; por ejemplo, los motivos del Fresno, de donde Segismundo extrajo la espada clavada por Wotan; de la alegría de las hijas del Rin; del Anillo, asociado a las maquinaciones de Mime o, en el mismo preludio, el del Poder de los dioses; el del Fuego mágico, etc.(Deryck Cooke explica todo esto al detalle en su importantísimo estudio sobre el asunto). Pero claramente Wagner está ya economizando el procedimiento y se preocupa más de cómo conseguir efectos dramáticos a partir de las combinaciones y el desarrollo de esos materiales, que en su utilización como guía de audición. Sirva como ejemplo el tratamiento a que es sometido el motivo de la espada, que nos dio a conocer Segismundo en el primer acto de La Valkiria.
El preludio del segundo acto acentúa todavía más el carácter sombrío y tenebroso del espacio físico en el que transcurre, otra caverna, esta vez la de Fafner. Con apenas unas pocas intervenciones de las cuerdas en pizzicato, los metales y las maderas graves ambientan un tétrico escenario: sonidos toscos y huecos, tras los que los timbales marcan un ritmo obsesivo y plagado de negros presagios. Estamos en Neidhöhle, donde el gigante superviviente y asesino de su hermano Fasolt, transformado en dragón, cuida del Oro y el Anillo que obtuvo cuando Wotan se negó a pagar el precio pactado por la construcción del gran castillo del Walhalla, la diosa Freia. Este acto empieza así, entre las más oscuras tinieblas, pero acabará en una auténtica explosión de luz y expansión emocional. Entremedias, Wagner someterá al receptor a diversos estados de ánimo sonoros. Hay dos dúos, para empezar, entre Wotan/Peregrino y Alberico, y entre aquél y Fafner, que una vez más ponen de manifiesto algo que Wagner viene ensayando desde los tiempos de la composición de El holandés errante: una prodigiosa y muy salomónica manera de asignar partes musicales más o menos antipáticas a sus personajes en función de su verdadera importancia en la historia. Aquí tenemos un imponente tour de force entre los dos dioses-jefes, en el que la soberbia dialéctica del texto goza en todo momento del apoyo musical que merece. Cosa que no ocurre igual cuando Wotan ha de enfrentarse con el impersonal Fafner, no para sugerirle sino para ordenarle, sin éxito, que le devuelva el tesoro. Sólo hay en este dúo un momento verdaderamente sublime, y es cuando Wotan se olvida del dragón y proclama: “Todo sigue sus reglas, y nada puede hacerlo variar”. Al mismo tiempo se escucha el maravilloso primigenio acorde inicial de El oro del Rin, es decir, el motivo de la Naturaleza. El resto del acto vuelve a tener dos caras: una absolutamente expansiva, donde Wagner pone a Sigfrido a pensar en su pasado, antes de dar muerte a Fafner, y otra, la lamentable muerte de Mime tras el chivatazo del Pajarillo. Hay mucho escrito acerca del texto que Wagner puso en boca de Sigfrido en los famosos Murmullos del bosque; dicen los sicólogos que Wagner ahí estaba hablando de su propia madre. Yo no me detendré en esto ahora, y simplemente indicaré que, fuera o no así, este trozo de música constituye uno de los momentos más memorables de todo Wagner. Y no sólo por la emoción y belleza que encierra, sino por la perfección que alcanza su escritura de líneas suaves y entrecruzadas, que conforman una textura de mil colores. He aquí la música de un auténtico amante de la Naturaleza, que además está capacitado para, primero, racionalizar las impresiones y, después, pintarlas con tal dominio de los timbres y sus combinaciones. Después de todas estas sutilezas sonoras, Wagner da otro salto y, tras poner a Sigfrido a llamar al dragón con el sonido del cuerno que Mime le ha forjado (o sea, uno de los fragmentos de trompa más espectaculares jamás escritos, que, como es lógico, se deriva del motivo de Erda y aparece combinado con el de la espada) toda la escena de la lucha entre Fafner y Sigfrido resulta tan vistosa como poco sustancial. En realidad Wagner necesita la sangre del dragón, pues esa será la que al rozar los labios de Sigfrido le hará entender el lenguaje del Pajarillo: importantísimo personaje asignado a una voz de lírico-ligera y musicalmente construido sobre el motivo de las hijas del Rin, pues es quien dirigirá a Sigfrido hacia Brunilda, naturalmente después de informarle acerca de las intenciones de Mime (hacerse con el Oro), a quien, sin el más mínimo esfuerzo y con todo el odio hacia él acumulado, fulmina de un golpe de espada. El camino hacia Brunilda está desbrozado; la música sale de la caverna y, como un haz de luz blanca, ilumina todo el escenario.
Pero antes de la definitiva explosión de la última escena del tercer acto, Wagner todavía nos reserva oscuras noticias. Para empezar, una de las músicas más negras escritas por él, pero también, y aun en su brevedad, una de las más técnicamente elaboradas. Para los dos minutos y pico de música que contiene el preludio del tercer acto Wagner moviliza nueve motivos conductores: Cooke explica en su estudio cómo en este breve espacio podemos no solo encontrarnos con las valkirias, Wotan y Erda, sino con unos cuantos estados de ánimo anteriores urdidos alrededor de los dioses. La pieza es de un efectismo tremendo, y enlaza con el dúo entre Wotan y Erda, que es de una grandeza y amplitud emocionales portentosas. Wotan está derrotado y Erda, erigida en oráculo, avanza sobre las notas de su maravilloso motivo, que conocíamos desde los tiempos del prólogo, y que ahora Wagner estruja como un limón. Al héroe sólo le falta otro encuentro antes de llegar a la roca, y este, el último antes de abrazar a Brunilda, será para él fundamental: la música aquí expondrá con la máxima gravedad su destino, o sea, su muerte y la purificación de todo, pero para que ese destino se haga realidad tendrá todavía que enfrentarse violentamente con Wotan. La música se hace nerviosa y enigmática, pues el Peregrino/Wotan no puede tolerar la altanería y la seguridad de su nieto. Wagner, tras el triunfo del joven sobre al anciano, vencido el último obstáculo para el avance de Sigfrido hacia la roca de Brunilda, realiza una increíble transformación hacia la ‘música del fuego’, cuyo carácter abierto y triunfalista nos está explicando que se han acabado las dudas y las indecisiones de Wotan y Erda, y que Mime y Fafner están ya bien muertos: ha nacido una nueva vida. Pero a continuación, antes de que Sigfrido pronuncie sus primeras palabras ante la impresión que le producen las alturas, nos regala un extraño, lentísimo, inestable y bellísimo pasaje musical con las cuerdas en la zona aguda y las arpas al fondo. Sigfrido acaba de descubrir el cuerpo yacente de Brunilda, envuelto el torso en su coraza y cubierta la cabeza con el yelmo, y Wagner deja recorrer sobre su parlamento ese pasaje, sobre el que va introduciendo y combinando motivos anteriores que evolucionan hasta el beso salvador, sobre un manto sonoro de infinita sensibilidad, sobre el que en más de un momento planea Tristán. Es un instante absolutamente mágico; Wagner está profundamente inspirado; se trata de una secuencia crucial en su Anillo, porque significa que ha llegado la hora de explicar al mundo que el Amor va a vencer... Y Brunilda despierta sobre otro pasaje orquestal de indescriptible y única belleza, que prolonga la magia anterior: las cuerdas elevan la música en onduladas frases que parecen querer alcanzar el cielo, la melodía parece no tener fin en su deambular hacia arriba y hacia abajo y la valkiria, al pronunciar su primera frase, “Gloria a ti, brillante sol” parece que detenga el tiempo. Pero la orquesta vuelve a elevar sus notas sobre los siguientes versos, añadiendo más recursos, las maderas, los metales... Desde Tristán Wagner no había escrito una música amorosa semejante (no es casual que reincorpore aquí el motivo de Freia y los temas principales de El idilio de Sigfrido), sólo que en esta ocasión aparece como epílogo, como un magnífico y justamente triunfante final sobre las mezquindades de los que detentan y planifican los destinos del mundo. Wagner quiere hablar del amor, de su fuerza purificadora, y con una sinceridad y fe en lo que está diciendo verdaderamente ciclópeas, escribe una de sus más grandes e irrepetibles músicas, esta memorable y extraordinariamente emocionante escena final con la que termina su Sigfrido. Siempre que vuelvo a escuchar esta ópera me vuelve a dar la impresión de que esta escena es como un premio a la constancia; como un regalo generoso después de haber tenido tanto tiempo que deambular por cuevas y cavernas, entre tanto dios egoísta y tanto enano asqueroso. Es lo que se dice un final feliz después de tanta desgracia y fealdad, que invita a no pensar qué sucederá luego. Lástima que ya lo sepamos.
por Pedro González Mira
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