Cada vez que se estrena una película sobre Maria Callas, los aficionados —un reducido uno por ciento, si es que aún se llega a esa cifra— salen de la sala con la misma sensación: la industria parece obsesionada con el último periodo de su vida, el más “oscuro”. Ocurrió con Callas Forever, de Franco Zeffirelli, y vuelve a suceder con Maria.
Este enfoque no carece de lógica, pues la muerte prematura, la discutible pérdida de la voz, el distanciamiento de quienes antes le fueron cercanos y ese intento de “humanizar” a la diva conforman una combinación no poco atractiva para un público más amplio que el mero sector melómano; ese al que seguro que ni un canónico biopic agradaría, tampoco nos vamos a engañar.
No obstante, si se indaga en la biografía de la soprano, se pueden encontrar ingredientes suficientes como para llevar a cabo desde su adolescencia no ya un largometraje, sino toda una serie que muestre, del mismo modo que se hace con otras figuras icónicas de la historia, por qué llegó a ser quien fue, sin necesidad de difuminar los límites entre la fantasía y la realidad. Desde los difíciles comienzos en la ocupada Grecia hasta la lucha por hacerse un nombre; desde ese inédito cambio de repertorio hasta su reinado en La Scala; desde sus polémicas cancelaciones hasta, salseemos un poco si quieren, su rivalidad con Renata Tebaldi no faltan motivos. Y dan para mucho más que para recogerlos en breves flashbacks en las estancias del 36 de Georges Mandel.
Con esta introducción, podría parecer que la última muestra de la trilogía femenina de Pablo Larraín no merece la pena, y no es así en absoluto, ya que la película es muy disfrutable desde muchos planos. El trabajo de Angelina Jolie y del resto del reparto es de todo respeto, el mismo que la actriz protagonista en particular muestra hacia la figura que está homenajeando y que habría merecido, al menos, la nominación que tanto se presumía. Eso sí, cuanto más se conozca la carrera de Maria Callas, más difícil resultará abstraerse para adentrarse en la onírica propuesta del director chileno.
Y fueron dos, de los muchos que hay, los testimonios reales que acudieron con insistencia a la mente de quien esto escribe durante el visionado. Dos testimonios que llevan a la conclusión de no considerar justa la visión que de Callas se ofrece, pues, de modo indirecto, distorsionan la realidad de la soprano como música inalcanzable.
De una parte, si atendemos a la última grabación que se conserva de la cantante, nada menos que los primeros siete minutos del “Ah! perfido”, opus 65 de Beethoven —no un lied poco demandante, que es lo que acostumbraría a elegir una figura mítica que se resiste a abandonar los escenarios—, nos damos cuenta de que el trabajo técnico que llevó a cabo desde la gira con Di Stefano resulta asombroso, muy lejos de lo que la película quiere mostrar cuando el personaje se atreve con las locuras de la belliniana Elvira o la donizettiana Bolena. No es justo. La intención en el recitativo de la escena arriba mencionada, con un juego de reguladores y una inteligencia narrativa de primera, son espectaculares, y en el aria “Per pietà, non dirmi addio” se muestra igualmente cómoda. Fraseadora insuperable, el canto ligado nos desarma, y los arcos de fiato son para analizar escrupulosamente. Teniendo este breve fragmento en mente, ¿quién puede dejarse llevar en las escenas en las que la Callas canta ante sus más cercanos, que la miran desconsolados en el filme? ¿Qué otro cantante en su situación se conoce que haya luchado por recuperar su instrumento con tal tesón y tales resultados?
De otra parte, si nos fijamos en la que se considera su última entrevista, concedida a Philippe Caloni poco antes del fallecimiento para la radio francesa y también distribuida por Emi en su momento, reconoceremos poco a la que (el) Mandrax lleva a cabo con ella. Pero es mucho mejor que diseccionar aquí aquella larga sesión llena de momentos de profunda reflexión artística y personal, de ironía y, como no, nostalgia (pero sana) por el pasado invitarlos a su escucha. Que cada uno saque después las conclusiones sobre la lucidez y el bagaje de la soprano.
Atendiendo a las anteriores propuestas de la trilogía de Larraín era previsible que Maria siguiera una línea similar y, por ello, no supone una decepción comparable a la de Callas Forever, homenaje fallido de su inseparable amigo y director. La película es una bella y trabajada propuesta, pero también una oportunidad perdida para mirar por fin a Maria Callas desde otra perspectiva, la de una figura icónica que, igual que otras del siglo XX resultó, en lo suyo, pionera y revolucionaria. Una cantante y actriz nata que absorbió de leyendas como Rosa Ponselle las bases de la interpretación operística moderna, elevando el género a una dimensión escénica sin precedentes.
por Pedro Coco Jiménez