Continuamos con la publicación de las distintas secciones de la revista RITMO disponibles hasta ahora solo en papel, continuando con “Las Musas”, donde las mujeres escriben sobre mujeres, una tribuna libre mensual donde rescatar la figura de compositoras, cantantes, instrumentistas, profesoras, musicólogas, directoras, etc. En esta ocasión publicamos la realizada para la revista de febrero de 2019 por Mercedes Güeto.
AMY BEACH: Soledad sonora
“¡Soy Nadie! ¿Y tú quién eres? / ¿Nadie también? / ¡Somos dos entonces! / ¡Calla! Podrían descubrirnos” (Emily Dickinson)
Soledad sonora, título que recoge algunos de los más de 1770 poemas de Emily Dickinson (1830-1886) hallados y publicados tras su muerte, bien podría describir la situación a la que, forzosamente, se enfrentaron compositoras, intérpretes, directoras y mecenas, a lo largo de la historia de la música. Mujeres silenciadas en un mundo de hombres, que han formado parte de una historia en la penumbra. Para enmendar esta carencia, para dar sonido a ese silencio, surge la musicología feminista hacia los años 80 del siglo XX. Como ya se ha contado en anteriores entregas en esta sección, gracias a ella, se recupera y se da a conocer la música de mujeres como Hildegard von Bingen, Barbara Strozzi, Elizabeth Claude Jaquet de la Guerre, Marianne von Martínez, Fanny Hensel Mendelssohn, Clara Wieck Schumann, Lili Boulanger, Jaqueline Nova o Hilda Dianda. En esta ocasión, viajaremos al siglo XIX del nuevo continente para adentrarnos en el papel de la mujer en la música a través de la figura de la gran Amy Beach (1867-1944).
Durante el siglo XIX, Estados Unidos disfrutó de un acelerado auge económico tras la colonización y avance hacia territorios del Oeste. A finales del siglo XVIII se produce la expansión de colonos (principalmente ingleses, irlandeses y escoceses) desde Nueva York y Filadelfia hasta la parte oriental del estado de Pensilvania. Es esta la época en la que las Conestoga Wagons, las grandes caravanas tiradas por mulas, impulsan la ocupación de territorios del Oeste. Esta expansión hacia el Lejano Oeste (Far West) fue propiciada por dos hechos muy importantes: el descubrimiento de oro en California (1848) y la construcción en 1869 de la red ferroviaria con la primera línea transcontinental.
En este contexto, la escritora Emily Dickinson (1830-1886), que vivió toda su vida en Amberst, un pueblecito de Massachusetts, al norte de Estados Unidos, sin ningún contacto con los grandes movimientos literarios europeos, desde la soledad de su voluntaria reclusión, fraguó una original obra constituyendo fuente de inspiración a la poesía contemporánea.
Pocos años más tarde y en un espacio cercano, al noreste de Estados Unidos, vivió la pianista y compositora Amy Marcey Cheney, nacida en New Hampshire en 1867 y fallecida en 1944 en New York, que más tarde adoptaría el nombre de Amy Beach tras su matrimonio con el Dr. Henry Harris Aubrey Beach en 1885. Amy Beach fue una de las primeras compositoras de la historia de Estados Unidos, y la primera mujer de la historia en componer una sinfonía.
Continuando la línea iniciada por Dvorák con su Sinfonía del Nuevo Mundo en 1892, Amy Beach conjugó en su bella Sinfonía Gaélica (1896) una música inspirada en sus raíces, que aunaba aires irlandeses, evocaciones a los paisajes de estepas, al mar, al ambiente local de New Hampshire, a las emociones de su juventud. Más tarde, incluiría cantos de los indios omahas (en su obra From Blackbird Hills) y de los esquimales (en Eskimos o en su Trío en la menor).
Amy Beach fue una niña prodigio. Se dice que, a la edad de un año, era capaz de tararear cuarenta canciones diferentes y, con solo dos años, pudo armonizar las melodías de cuna que su madre cantaba para dormirla. Su carrera como compositora comenzó poco después, produciendo tres valses durante su estancia en casa de su abuelo durante el verano. Lo verdaderamente curioso de esta historia es que su abuelo no contaba con un piano, lo que nos lleva a pensar que la pequeña Amy imaginó las piezas mentalmente y luego las tocó en el piano que sí había en casa de sus padres, al finalizar el período estival. Este proceso creativo recuerda al de otros genios como el de Mozart, de quien, a través de sus cartas, sabemos que emerge como un fogonazo de inspiración mental, que posteriormente traslada a la escritura compositiva. Amy Beach, a los siete años ya interpretaba al piano piezas de Beethoven, y a los 16 debutó en la sala de conciertos del Music Hall de Boston.
Adrienne F. Block destaca un momento decisivo en la biografía de Amy Beach: su matrimonio a los dieciocho años en Boston con el doctor Beach. Este hecho truncó su carrera como concertista de piano. El Dr. Beach, físico, profesor en Harvard y aficionado a la música, alentó a su esposa a concentrarse en la composición por encima de la interpretación. Así, de acuerdo a sus deseos, Amy limita sus apariciones públicas y se concentra en la composición. A pesar del ambiente, relativamente liberal y abierto para las mujeres de la época, favorecido por La Declaración de Seneca Falls (considerado texto fundacional del feminismo como movimiento social y firmado en julio de 1848), debido a las opiniones sobre lo que era apropiado para una mujer en el siglo XIX, Amy no fue enviada a Europa a estudiar, que es lo que seguramente habría ocurrido para un pianista y compositor masculino en ese momento. En cambio, tomó clases con tutores locales y leyó todos los libros que pudo encontrar sobre técnicas de composición e historia de la música. Henry no aprobaba que su mujer estudiara composición con un profesor, así que Amy se formó a sí misma leyendo tratados y libros sobre composición, orquestación y teoría musical. Entre 1885 y 1910 escribió grandes obras, que en el momento eran consideradas “masculinas”, como por ejemplo la Misa en mi bemol, la Sinfonía Op. 32 y el Concierto para piano Op. 45. Todas estas obras fueron tocadas por las orquestas más importantes de Boston y Nueva York.
La muerte de su marido en junio de 1910 y la de su madre siete meses después supusieron el final del periodo más creativo de su carrera. Ella explicó más tarde en una entrevista:
“Tras la muerte de mi marido y de mi madre, me parecía que no podía trabajar, al menos en público. Incluso en privado, sentir la música que había adorado me hizo daño al corazón durante un tiempo”
Después de la muerte de su marido y su madre, en 1911 Amy viaja a Europa intentando recuperarse. Allí es aclamada por parte del público y de la crítica como pianista virtuosa, sobre todo en Alemania, pero también en todo el continente (Dresde, Múnich, Breslau, Leipzig, Hamburgo). En 1914, poco después del estallido de la Primera Guerra Mundial, regresa a Estados Unidos. Gracias a su exitosa gira por Europa, su prestigio había crecido y llega con una gira programada al siguiente año por los Estados Unidos. A finales de 1930, Amy Beach abandona su carrera de concertista, pero continúa con la composición hasta su muerte, a los 77 años de edad en New York.
Por su contribución a la música americana, Beach recibió muchos tributos y honores de parte de clubes musicales y sociedades. En 1928 recibió un Master de Artes honorario de la Universidad de New Hampshire. Con la figura de Amy Beach de nuevo encontramos las dificultades y desigualdades de las mujeres para desarrollar su creatividad. No obstante, a través de su enorme personalidad, nos topamos con el talento vencedor y la valentía. Para Lyne Ford, Amy Beach representa la voz de las nuevas mujeres artistas. Gracias a sus composiciones, sus discursos, escritos y posicionamientos, Amy Beach contribuyó a la evolución de la conciencia sobre el estatus del arte de las mujeres, abriendo paso de este modo a la profesionalización musical en una época en que la creatividad en las mujeres era un terreno vetado.
Mercedes Güeto: Pianista e historiadora del arte, profesora de piano en el conservatorio de Arcos de la Frontera (Cádiz). Máster en Investigación e Interpretación Musical. Especializada recientemente en la pedagogía musical, siendo Máster en Neuropsicología y Educación.