Entre los días 12 y 27 de noviembre el Teatro Real ofrecerá 10 funciones de Rusalka, de Antonin Dvořák, en una nueva producción del Teatro Real, coproducida con la Säschsische Staatsoper de Dresde, el Teatro Comunale de Bolonia, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona y el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia, en los que se presentará después de su estreno en Madrid.
A continuación reproducimos el artículo de Joan Matabosch, Director Artístico del Teatro Real, acerca de esta ópera y de la producción.
EL TEATRO, METÁFORA DEL LAGO
por Joan Matabosch
“Rusalka” es la historia de una ondina que quiere abandonar su naturaleza acuática y convertirse en humana porque ama a un príncipe y anhela el destino de una mujer enamorada, lejos del lago opresivo que gobierna un padre frustrado y destructivo. Aunque esos ataques de ira paternales “se transformen también a veces -explica Christof Loy, director de la puesta en escena- en exagerados estallidos de ternura y en un deseo melancólico de cercanía”. Rusalka siente que tendría alma, como los humanos, si pudiera abandonarse al amor que está ansiosa por entregar a su príncipe. Implacable en su decisión, Rusalka pide a su padre Vodnik que le permita convertirse en una mujer y ruega a Jezibaba -la madre hechicera- que lleve a cabo el encantamiento de conducirla hasta los humanos. Jezibaba consuma la metamorfosis salvo en algo que acabará teniendo una enorme relevancia: la ondina díscola ha quedado privada del habla y, por consiguiente, será incapaz de comunicarse verbalmente con los humanos. “¿Por qué es tan frío tu abrazo? ¿Por qué tienes miedo de abandonarte a la pasión?” pregunta el príncipe a la desconcertada Rusalka, que se siente “como una actriz lanzada a una representación teatral de la que desconoce el texto del papel que tiene que interpretar". Rusalka enmudece ante el príncipe, el hombre de sus sueños, “abrumada por su elocuencia y su capacidad de persuasión -explica Loy-. Su complejo de inferioridad juega un papel en su fracaso. Su propio deseo la paraliza y, en brazos del hombre que ama, vuelve a ser una fría criatura de las aguas”.
La imposibilidad de comunicación entre los dos mundos se condensa en esa imagen explícita: el mutismo de la protagonista, que en una ópera es una maldición que vale por todas las penas del infierno. ¡Una ópera con una protagonista que no puede hablar durante la evolución de lo más determinante de la trama! Rusalka se ha convertido en una humana, pero no del todo. Ya no pertenece enteramente ni al mundo de las aguas ni al de la humanidad. Le falta la palabra, que no sabe cómo utilizar porque ese supuesto instrumento de comunicación entre los humanos está, en el mundo de la tierra firme, al servicio de la duplicidad, la voluptuosidad, la mentira, la infidelidad, el artificio y la traición. Por eso quien domina la palabra es ese príncipe inconstante, prisionero de sus impulsos, cuyas volátiles reacciones dependen de estímulos triviales, muchas veces eróticos, frente a la implacable constancia de una Rusalka que ha sacrificado su felicidad y su inocencia a quien no la merece, que ha tenido la valentía de tomar las riendas de su destino sea cual sea el precio que tenga que pagar, como las heroínas de Ibsen. Y domina la palabra más que nadie la princesa extranjera, el personaje pérfido de la trama, una deformación de la naturaleza, la cara oculta y cruel de la humanidad. Hace su entrada entre pomposas fanfarrias, habladurías y chismorreos que son la antítesis del hábitat natural de Rusalka, transparente, sereno y apacible, aunque lúgubre.
Esta historia de amor desesperado entre una mujer que no es del todo humana y un hombre demasiado humano transcurre en el espacio simbólico de un lago que juega el papel de una metáfora. En el cuento de hadas -explica Mary Rohrberger- “el marco de lo narrativo encarna símbolos cuya función es poner en tela de juicio el mundo de las apariencias y apuntar hacia una realidad más allá de los hechos del mundo material”. Es fundamental que la historia sea esencialmente irreal porque así contribuye a poner de manifiesto “que el cuento de hadas no está interesado –afirma Bruno Bettelheim- en una información útil acerca del mundo externo, sino en los procesos internos que tienen lugar en un individuo”.
El lago de las ondinas de la puesta en escena de Christof Loy es el reino de las ilusiones y las fantasías de un teatro que intuimos que tiempo atrás fue esplendoroso, pero que ha quedado aparcado en los márgenes de la sociedad, poblado por personajes que son como sombras de su propia gloria pasada, como fantasmas. Lo veremos semi-vacío, con los artistas viviendo en sus dependencias, fascinante a veces pero también asfixiante, liderado por individuos tan contradictorios como Vodnik, paternal pero también con una autoridad que tiene algo de monstruosa; o Jezibaba, “una envejecida “soubrette” de la compañía sin glamour, ama de casa y gerente, que vive en el pasado, que quizás nunca fue mejor que ese presente”. No se sabe -explica Loy- “si la naturaleza, el macizo de rocas que invade el escenario, se ha ido erosionando arquitectónicamente a lo largo de los siglos o si se trata de decorados que el director de la compañía ha colocado en el “foyer” y que se han convertido en vivienda para los artistas y lugar para los ensayos y representaciones. Aquí, Rusalka, la hija favorita de Vodnik, puede ser una sirena y olvidar con sueños conscientemente tristes y melancólicos la fragilidad de su cuerpo, que le impide andar y bailar”. Rusalka tiene, en efecto, una minusvalía física “que es una metáfora de su incapacidad para trascender ese entorno que ella percibe como caducado y sin futuro”. Lo intenta todo para escapar a su condición, incluso lo imposible: bailar con las puntas de sus pies a la manera de las heroínas frágiles, incorpóreas, ingrávidas, inaccesibles hasta lo sacro del “ballet-blanc” romántico, imagen de una liberación inalcanzable pero que parece inminente.
Todo es aparentemente posible una vez consumada la ansiada metamorfosis de la ondina: Rusalka se encuentra frente a su príncipe en ese teatro de repente maravilloso, pero “ese bello decorado se convierte también en un lugar de pesadilla en el que tiene lugar el ardiente dúo amoroso entre su príncipe y la princesa extranjera; y en el que se celebra su humillante boda con un vestido blanco que es una metáfora de su gélida frialdad, de su imposibilidad de corresponder a los sentimientos de su amado, de su incapacidad de expresarse”. Su boda con el príncipe “es su mayor pesadilla, porque se siente ridiculizada por los invitados a la boda, exhibida para su vergüenza la sábana nupcial, en la que no hay sangre; y porque se intuye marchitada como una blanca flor abatida por los efectos del sol, en oposición a aquella luna glacial pero protectora que la había acompañado siempre. Sospecha, para su desesperación, que no puede satisfacer las expectativas del mundo humano por el que ha llegado hasta el extremo de renunciar a su naturaleza”.
Los dos objetivos de la ondina son adquirir un alma humana, a través de la obtención de un cuerpo, y convertirse en una mujer. Ambos objetivos precisan simbólicamente de intervenciones diferentes: para convertirse en visible, requiere la magia de Jezibaba; y para convertirse en mujer necesita el deseo masculino. Y será esa segunda metamorfosis la que no se culmine porque estas náyades, sirenas, ondinas y demás ondulantes formas de peligrosa feminidad han regresado, a finales del siglo XIX, a las aguas de donde fueron expulsadas por la ilustración, y se han convertido en proyecciones de la angustia masculina en un mundo en el que los papeles de los géneros están cambiando. “Cuanto mayor es el deseo de las mujeres, más exigen su acceso a las esferas públicas y a los placeres privados, y más preocupados están los hombres –escribe Lawrence Kramer- por si son atraídos por ellas a una inmersión fatal”.
Decepcionada por no haber logrado el amor del príncipe, que ha cedido a la seducción de una princesa extranjera que es una “bomba sexual” de genuina feminidad y que, encima, aparece ataviada con rosas rojas que denuncian la blancura frígida de la ex-ondina, Rusalka regresa a las aguas condenada a llevar la muerte a los hombres que se le acerquen, estigmatizada por su fracaso, relegada por quienes se sintieron despreciados por su huida, rechazada incluso por sus antiguas compañeras de juegos. Solo podrá volver a ser una verdadera ondina, le dice Jezibaba, si escapa a su maldición matando al príncipe que la ha traicionado y se purifica con su sangre derramada. Rusalka rechaza el consejo de buscar a su amado para asesinarlo, pero es el propio príncipe, lleno de remordimientos por su inconstancia, arrepentido de su obsesiva fijación erótica en objetos cambiantes, quien regresa a ella y le ruega ese beso mediante el que morirá feliz en sus brazos. Rusalka lo besa y desaparece en las aguas.
Esa escena final del reencuentro del príncipe con la ondina es uno de los grandes momentos de la historia de la ópera, un dúo postergado a lo largo de toda la obra y que explota finalmente entre dos personajes que han abandonado, por amor, sus respectivas naturalezas humana y acuática. Ese príncipe abducido por la nostalgia, como el Tristan wagneriano, ya no pertenecerá nunca más al mundo de los humanos, igual que Rusalka no podrá volver a ser una ondina una vez ha optado por apartarse de los suyos atreviéndose a enfrentarse al mundo. Ambos han comprobado, como expresa Tristan agonizando, la incompatibilidad fundamental entre el amor y el mundo. “Aunque los humanos tienen alma, están corrompidos por la civilización -dice Christof Loy- y lo que debería ser para ellos una bendición, el amor, se ha convertido en una maldición”.
Y ante la tumba de su príncipe, Rusalka “vuelve a demostrar su grandeza y su inocencia: le perdona nuevamente con palabras que demuestran -explica Loy- que solo ella ha comprendido finalmente lo enigmático del universo”:
“Por tu amor, tu belleza, tu pasión humana e inconstante
que se ha convertido en una maldición para mí, alma humana:
¡Que Dios sea misericordioso contigo!”.
La grandeza de esta ópera extraordinaria radica -dice Loy- en que “como las grandes obras de la historia, busca explorar la vida y no juzgar las formas de vivirla”. Su regreso al Teatro Real después de casi un siglo de inexplicable ausencia es un enorme acontecimiento.
Joan Matabosch es Director Artístico del Teatro Real
Foto: La soprano Asmik Grigorian (Rusalka) y el bajo Maxim Kuzmin-Karavaev (Vodnik) / © Javier del Real | Teatro Real