El consejo que durante la primavera de 1959, en el inicio mismo de su trayectoria creativa, recibió la joven compositora de 28 años Sofia Gubaidulina por parte de Dimitri Shostakovich, el más reputado de los compositores soviéticos, se convirtió en una suerte de lema para su posterior itinerario artístico y vital. “Debe continuar su camino equivocado”, le dijo el músico ante las críticas que las partituras de ésta habían recibido.
En cierto modo, tal apoyo confirmaba un compromiso absoluto con la música y con los requerimientos de la propia creación que se despertó muy tempranamente, ya en su infancia, y que estuvo siempre inextricablemente unido a una dimensión religiosa. La determinación con la que Gubaidulina continuó esa vocación, ajena y enfrentada con firmeza a cualquier tipo de coacciones exteriores (“Mi deseo es siempre rebelarme, nadar contra corriente”, afirmó en una entrevista), explican la continuidad de una aventura creativa cuyo contexto y condiciones de recepción variaron extraordinariamente, desde los estrenos, plagados de dificultades, de sus partituras en la Unión Soviética durante las décadas de 1960 y 1970, a los clamorosos éxitos que obtuvieron sus obras en Europa, a partir de la interpretación en 1981 de su concierto para violín Offertorium, siendo por entonces defendidas y reclamadas por las más reputadas figuras de la interpretación, como Gidon Kremer, Mstislav Rostropovich, Anne-Sophie Mutter o, más recientemente, Gustavo Dudamel y Andris Nelsons.
La determinación de Gubaidulina se transmite, para quien ha podido observarla con detenimiento mientras atiende a un ensayo o escucha una interpretación de su propia música, en la extrema concentración de su mirada y de sus facciones, conformando un rostro, enmarcado por una oscura y densa cabellera, que traslucía el origen multiétnico y las riquísimas mezclas culturales que convergían en ella. Hija de una madre rusa y de un padre tártaro, nieta de un mulá musulmán, nacida en lo que entonces, 1931, era la República Socialista Soviética de Tartaria y ahora, tras la caída de la Unión Soviética, es la República de Tatarstán, Gubaidulina activó en sus creaciones esas confluencias. Si en una ocasión afirmó “Soy el lugar donde Occidente y Oriente se encuentran”, tan sólo hay que escuchar una de sus composiciones para afrontar tal encuentro de tradiciones, que se revelan en múltiples sentidos.
Emerge en la utilización de instrumentos como el bayan, un acordeón cromático de botones de carácter popular usado en Silenzio; del koto, especie de cítara japonesa en A la sombra del árbol; o del acuófono, que la compositora incluyó en En el borde del abismo; así como los numerosos instrumentos folclóricos tocados en las prácticas improvisatorias del Grupo Astraea (formado en 1975 junto a Viktor Suslin y Vyacheslav Artyomov), que conviven con singulares formaciones de cámara (los percusionistas y el cuarteto de saxofones de In Erwartung, los tres trombones, percusión, arpa, clave, celesta y piano de Descensio; el trombón, cuarteto de saxofones, violonchelo, contrabajo y tam-tam de Verwandlung) o con plantillas sinfónicas que continúan el legado decimonónico europeo, como en los diversos conciertos para solista y orquesta, que comprenden, entre otros, Offertorium, Und: Das Fest ist in vollem Gang, …The Deceitful Face of Hope and of Despair, In tempus praesens o una de sus últimas composiciones, Ich und Du.
Ambos mundos se combinan en el frecuente uso que Gubaidulina hizo de la simbología numérica o de algunos sistemas de proporción, como la serie de Fibonacci o la sección áurea, que determinan los planes rectores de sus partituras y que son simultáneamente resultado del cálculo y del estudio racional como, desde la óptica de la autora, posibilidades de inscribir la labor compositiva en unos parámetros que rigen asimismo las leyes y formas de la naturaleza, es decir, que son dispositivos mediante los cuales la creación humana, aislada y finita, puede superarse a sí misma y formar parte de un contexto cósmico y trascendente.
De ahí la identificación que estableció entre la música y la religión, entendida esta última no desde una creencia concreta, sino en su sentido casi etimológico, como “re-ligio”, restablecimiento de un lazo y de una unidad que la existencia nos imposibilita y que la propia compositora ha enunciado con un vocabulario musical, enfrentando el legato de la creación musical al “staccato de la vida”. Ya hay en ese planteamiento una inequívoca afirmación de una fractura existencial, un desgarro, que desde su reflexión sólo puede salvar la obra artística al convocar un tiempo que no dudó en calificar de “sagrado”. No son casuales las referencias de muchas de sus partituras: In Croce, Sieben Worte o La Luz del Final.
Como editor del libro que se publicó con motivo del ciclo que la Orquesta Nacional le dedicó en 2009, tuve el privilegio de conocerla, mantener un extenso diálogo público en la Residencia de Estudiantes y compartir con ella buena parte de su estancia en Madrid. En un compromiso absoluto con su música, la autora asistió y guio a los intérpretes durante cada uno de los ensayos. Por las tardes insistía en visitar, una y otra vez, el Museo del Prado. Pero sólo las obras de algunos autores: las pinturas más alucinatorias de Goya, las transmutadas escenas religiosas de El Greco, la indagación fantástica de El Bosco y una obra que le afectó profundamente: El triunfo de la Muerte de Brueghel. Ante el lienzo, me comentó: “Sabes, David, algo de mi música habita y procede de ese lugar”.
por David Cortés Santamarta
Foto: “Soy el lugar donde Occidente y Oriente se encuentran”, afirmaba la compositora Sofia Gubaidulina (1931-2025) / © Sikorski Musikverlage