Mis padres siempre cuentan que, cuando nací, Simón se asomó a la cuna del hospital para mirarme. Yo abrí los ojos, vi —supongo— una sombra extraña y lancé mi primer grito de soprano. Simón se asustó y ya no quiso acercarse a mí. Pero muy a su pesar, con el transcurso del tiempo yo seguía cada paso que él daba. ¿Cantaba en la escolanía de los Niños Cantores de Navarra con mis otros dos hermanos? Pues yo no paré hasta que a los seis años entré a acompañarlos. ¿Se apuntaba a solfeo? Yo también. ¿Al coro adolescente de su amigo David Guindano? Yo, en cuanto pude, lo mismo. La música siempre ha sido el amor de su vida y, gracias a él, también se convirtió en el motor de la mía.
Gracias a Simón conocí el repertorio antiguo. Gracias a él la música de Mateo Flecha y Henry Purcell (su favorito) sonaba en casa y me atrajo sin remedio. Gracias a Simón y a sus maravillosas aventuras, como las que nos llevaban a hacer cola con cinco horas de antelación a la Quincena Donostiarra para sentarnos en las primeras filas de su ciclo de música antigua o la de verlo tomar autobuses nocturnos hacia Cuenca cuando salían a la venta las entradas de la Semana de Música Religiosa. Para nosotros, los recitales de música clásica eran lo que para otras personas son los grandes conciertos de rock: un evento único que no podíamos perdernos.
Evidentemente, quise continuar sus pasos cuando comenzó a trabajar en el Coro de la Comunidad de Madrid, y en cuanto acabé mis estudios de canto en Londres fui a hacer allí una audición, porque mi instinto natural siempre me ha llevado a estar pegada a Simón. Recuerdo perfectamente, y fue lo primero que conté a mis padres cuando salí, que los miembros de su coro me trataban con un cariño y una simpatía brutales. Yo pensaba para mis adentros «Pero si no me conocen, qué raro es todo esto.» Y súbitamente me di cuenta de que lo hacían porque era la hermana de Simón, porque lo querían tanto que todo lo que perteneciera a su vida era automáticamente bienvenido. Fue una sensación que no puedo olvidar. Tampoco olvido la audición, claro: el director del coro, Jordi Casas, consideró que yo tenía madera de solista y que no debía entrar en el coro. Recuerdo que, en lugar de sentir orgullo de mí misma, la tristeza me invadió y, con un hilo de voz, respondí: «Pero es que está Simón aquí.» Él sonrió y contestó: «Simón siempre va a estar a tu lado, no te preocupes por eso.» De pronto, me hacía mayor y no podía seguir siendo su apéndice. Me soltaban de la mano y tenía que aprender a caminar sola.
Y sí, Jordi Casas tenía razón y siempre Simón siempre ha estado y está a mi lado, alegrándose de mis alegrías y penando con mis penas. Escuchando mis confidencias, peleando muchas veces, como hermanos que somos, riéndonos muchas más; contento y orgulloso de mí, y yo de él, y manifestándolo sin pudor, porque Simón no sabe amar de otra manera que no sea con expansión, intensidad y exceso, y así lo aprendí a hacer yo también. Siempre ha estado detrás de los micrófonos de los discos que he grabado con La Galanía, porque, incluso antes que yo misma, él ha sabido cuándo necesitaba un descanso o cuándo estaba «en racha» para seguir cantando. Simón siempre ha estado cuando tenía noticias buenas que contarle. Y por supuesto, nunca ha dejado de acompañarme cuando me ha sucedido algo malo.
Has estado a punto de convertirte en una estrella, Simón. Es, en realidad, lo que ya eres, aunque no hayas sido nunca muy consciente de ello. Las semanas en las que estuviste soñando y soñando, no puedes hacerte a la idea de la cantidad ingente de mensajes de cariño que recibimos (y que seguimos recibiendo). Colapsaste los teléfonos de toda la familia y creo que con el amor que nos enviaron podríamos generar luz para iluminar todo el planeta. No sé si te has dado nunca cuenta de lo que aportas a todas las personas que tenemos la fortuna de estar en tu vida. Siempre te has preocupado más de intentar protegernos y cuidarnos que de ti mismo. Si supieras el miedo y el dolor tan profundo y tan inmenso que nos habitó cuando fuimos conscientes de que tal no volveríamos a escuchar tu risa, ese «The trumpet shall sound» de Haendel que cantas siempre que te pones contento por algo, de que tal vez no fuera a recibir más mensajes ni esos corazones inmensos que me envías por el teléfono, habrías decidido, como afortunadamente has hecho, no irte, porque no habrías soportado que estuviéramos sufriendo tanto.
Y, sí, los demás habitantes de las estrellas serían muy felices bailando y cantando contigo, y no puedo evitar sonreír detrás de las lágrimas al imaginarlo. Qué suerte hubieran tenido ahí arriba de tener a uno de los seres más buenos y excepcionales del mundo. Pero el cielo tendrá que esperar.
Feliz cumpleaños, Simón (The trumpet shall sound)
por Raquel Andueza (soprano y hermana de Simón Andueza)
Foto © Michal Novak